jueves, 26 de abril de 2012

gorda! zine #0


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lunes, 1 de noviembre de 2010

el cuerpo utópico



conferencia de Michel Foucault *

Apenas abro los ojos, ya no puedo escapar a ese lugar que Proust, dulcemente, ansiosamente, viene a ocupar una vez más en cada despertar1. No es que me clave en el lugar –porque después de todo puedo no sólo moverme y removerme, sino que puedo moverlo a él, removerlo, cambiarlo de lugar–, sino que hay un problema: no puedo desplazarme sin él; no puedo dejarlo allí donde está para irme yo a otra parte. Puedo ir hasta el fin del mundo, puedo esconderme, de mañana, bajo mis mantas, hacerme tan pequeño como pueda, puedo dejarme fundir al sol sobre la playa, pero siempre estará allí donde yo estoy. El está aquí, irreparablemente, nunca en otra parte. Mi cuerpo es lo contrario de una utopía, es lo que nunca está bajo otro cielo, es el lugar absoluto, el pequeño fragmento de espacio con el cual, en sentido estricto, yo me corporizo.
Mi cuerpo, topía despiadada. ¿Y si, por fortuna, yo viviera con él en una suerte de familiaridad gastada, como con una sombra, como con esas cosas de todos los días que finalmente he dejado de ver y que la vida pasó a segundo plano, como esas chimeneas, esos techos que se amontonan cada tarde ante mi ventana? Pero todas las mañanas, la misma herida; bajo mis ojos se dibuja la inevitable imagen que impone el espejo: cara delgada, hombros arqueados, mirada miope, ausencia de pelo, nada lindo, en verdad. Y es en esta fea cáscara de mi cabeza, en esta jaula que no me gusta, en la que tendré que mostrarme y pasearme; a través de esta celosía tendré que hablar, mirar, ser mirado; bajo esta piel tendré que reventar. Mi cuerpo es el lugar irremediable al que estoy condenado. Después de todo, creo que es contra él y como para borrarlo por lo que se hicieron nacer todas esas utopías. El prestigio de la utopía, la belleza, la maravilla de la utopía, ¿a qué se deben? La utopía es un lugar fuera de todos los lugares, pero es un lugar donde tendré un cuerpo sin cuerpo, un cuerpo que será bello, límpido, transparente, luminoso, veloz, colosal en su potencia, infinito en su duración, desligado, invisible, protegido, siempre transfigurado; y es bien posible que la utopía primera, aquella que es la más inextirpable en el corazón de los hombres, sea precisamente la utopía de un cuerpo incorpóreo. El país de las hadas, el país de los duendes, de los genios, de los magos, y bien, es el país donde los cuerpos se transportan tan rápido como la luz, es el país donde las heridas se curan con un bálsamo maravilloso en el tiempo de un rayo, es el país donde uno puede caer de una montaña y levantarse vivo, es el país donde se es visible cuando se quiere, invisible cuando se lo desea. Si hay un país mágico es realmente para que en él yo sea un príncipe encantado y todos los lindos lechuguinos se vuelvan peludos y feos como osos.
Pero hay también una utopía que está hecha para borrar los cuerpos. Esa utopía es el país de los muertos, son las grandes ciudades utópicas que nos dejó la civilización egipcia. Después de todo, las momias, ¿qué son? Es la utopía del cuerpo negado y transfigurado. La momia es el gran cuerpo utópico que persiste a través del tiempo. También existieron las máscaras de oro que la civilización micénica ponía sobre las caras de los reyes difuntos: utopía de sus cuerpos gloriosos, poderosos, solares, terror de los ejércitos. Existieron las pinturas y las esculturas de las tumbas; los yacientes, que desde la Edad Media prolongan en la inmovilidad una juventud que ya no tendrá fin. Existen ahora, en nuestros días, esos simples cubos de mármol, cuerpos geometrizados por la piedra, figuras regulares y blancas sobre el gran cuadro negro de los cementerios. Y en esa ciudad de utopía de los muertos, hete aquí que mi cuerpo se vuelve sólido como una cosa, eterno como un dios.
Pero tal vez la más obstinada, la más poderosa de esas utopías por las cuales borramos la triste topología del cuerpo nos la suministra el gran mito del alma, desde el fondo de la historia occidental. El alma funciona en mi cuerpo de una manera muy maravillosa. En él se aloja, por supuesto, pero bien que sabe escaparse de él: se escapa para ver las cosas, a través de las ventanas de mis ojos, se escapa para soñar cuando duermo, para sobrevivir cuando muero. Mi alma es bella, es pura, es blanca; y si mi cuerpo barroso –en todo caso no muy limpio– viene a ensuciarla, seguro que habrá una virtud, seguro que habrá un poder, seguro que habrá mil gestos sagrados que la restablecerán en su pureza primigenia. Mi alma durará largo tiempo, y más que largo tiempo, cuando mi viejo cuerpo vaya a pudrirse. ¡Viva mi alma! Es mi cuerpo luminoso, purificado, virtuoso, ágil, móvil, tibio, fresco; es mi cuerpo liso, castrado, redondeado como una burbuja de jabón.
Y hete aquí que mi cuerpo, por la virtud de todas esas utopías, ha desaparecido. Ha desaparecido como la llama de una vela que alguien sopla. El alma, las tumbas, los genios y las hadas se apropiaron por la fuerza de él, lo hicieron desaparecer en un abrir y cerrar de ojos, soplaron sobre su pesadez, sobre su fealdad, y me lo restituyeron resplandeciente y perpetuo.
Pero mi cuerpo, a decir verdad, no se deja someter con tanta facilidad. Después de todo, él mismo tiene sus recursos propios de lo fantástico; también él posee lugares sin lugar y lugares más profundos, más obstinados todavía que el alma, que la tumba, que el encanto de los magos. Tiene sus bodegas y sus desvanes, tiene sus estadías oscuras, sus playas luminosas. Mi cabeza, por ejemplo, mi cabeza: qué extraña caverna abierta sobre el mundo exterior por dos ventanas, dos aberturas, bien seguro estoy de eso, puesto que las veo en el espejo; y además, puedo cerrar una u otra por separado. Y sin embargo no hay más que una sola de esas aberturas, porque delante de mí no veo más que un solo paisaje, continuo, sin tabiques ni cortes. Y en esa cabeza, ¿cómo ocurren las cosas? Y bien, las cosas vienen a alojarse en ella. Entran allí –y de eso estoy muy seguro, de que las cosas entran en mi cabeza cuando miro, porque el sol, cuando es demasiado fuerte y me deslumbra, va a desgarrar hasta el fondo de mi cerebro–, y sin embargo esas cosas que entran en mi cabeza siguen estando realmente en el exterior, puesto que las veo delante de mí y, para alcanzarlas, a mi vez debo avanzar.
Cuerpo incomprensible, cuerpo penetrable y opaco, cuerpo abierto y cerrado: cuerpo utópico. Cuerpo absolutamente visible, en un sentido: muy bien sé lo que es ser mirado por algún otro de la cabeza a los pies, sé lo que es ser espiado por detrás, vigilado por encima del hombro, sorprendido cuando menos me lo espero, sé lo que es estar desnudo; sin embargo, ese mismo cuerpo que es tan visible, es retirado, es captado por una suerte de invisibilidad de la que jamás puedo separarlo. Ese cráneo, ese detrás de mi cráneo que puedo tantear, allí, con mis dedos, pero jamás ver; esa espalda, que siento apoyada contra el empuje del colchón sobre el diván, cuando estoy acostado, pero que sólo sorprenderé mediante la astucia de un espejo; y qué es ese hombro, cuyos movimientos y posiciones conozco con precisión pero que jamás podré ver sin retorcerme espantosamente. El cuerpo, fantasma que no aparece sino en el espejismo de los espejos y, todavía, de una manera fragmentaria. ¿Acaso realmente necesito a los genios y a las hadas, y a la muerte y al alma, para ser a la vez indisociablemente visible e invisible? Y además ese cuerpo es ligero, es transparente, es imponderable; nada es menos cosa que él: corre, actúa, vive, desea, se deja atravesar sin resistencia por todas mis intenciones. Sí. Pero hasta el día en que siento dolor, en que se profundiza la caverna de mi vientre, en que se bloquean, en que se atascan, en que se llenan de estopa mi pecho y mi garganta. Hasta el día en que se estrella en el fondo de mi boca el dolor de muelas. Entonces, entonces ahí dejo de ser ligero, imponderable, etc.; me vuelvo cosa, arquitectura fantástica y arruinada.
No, realmente, no se necesita sortilegio ni magia, no se necesita un alma ni una muerte para que sea a la vez opaco y transparente, visible e invisible, vida y cosa; para que sea utopía basta que sea un cuerpo. Todas esas utopías por las cuales esquivaba mi cuerpo, simplemente tenían su modelo y su punto primero de aplicación, tenían su lugar de origen en mi propio cuerpo. Estaba muy equivocado hace un rato al decir que las utopías estaban vueltas contra el cuerpo y destinadas a borrarlo: ellas nacieron del propio cuerpo y tal vez luego se volvieron contra él.
En todo caso, una cosa es segura, y es que el cuerpo humano es el actor principal de todas las utopías. Después de todo, una de las más viejas utopías que los hombres se contaron a ellos mismos, ¿no es el sueño de cuerpos inmensos, desmesurados, que devorarían el espacio y dominarían el mundo? Es la vieja utopía de los gigantes, que se encuentra en el corazón de tantas leyendas, en Europa, en Africa, en Oceanía, en Asia; esa vieja leyenda que durante tanto tiempo alimentó la imaginación occidental, de Prometeo a Gulliver.
También el cuerpo es un gran actor utópico, cuando se trata de las máscaras, del maquillaje y del tatuaje. Enmascararse, maquillarse, tatuarse, no es exactamente, como uno podría imaginárselo, adquirir otro cuerpo, simplemente un poco más bello, mejor decorado, más fácilmente reconocible; tatuarse, maquillarse, enmascararse, es sin duda algo muy distinto, es hacer entrar al cuerpo en comunicación con poderes secretos y fuerzas invisibles. La máscara, el signo tatuado, el afeite depositan sobre el cuerpo todo un lenguaje: todo un lenguaje enigmático, todo un lenguaje cifrado, secreto, sagrado, que llama sobre ese mismo cuerpo la violencia del dios, el poder sordo de lo sagrado o la vivacidad del deseo. La máscara, el tatuaje, el afeite colocan al cuerpo en otro espacio, lo hacen entrar en un lugar que no tiene lugar directamente en el mundo, hacen de ese cuerpo un fragmento de espacio imaginario que va a comunicar con el universo de las divinidades o con el universo del otro. Uno será poseído por los dioses o por la persona que uno acaba de seducir. En todo caso la máscara, el tatuaje, el afeite son operaciones por las cuales el cuerpo es arrancado a su espacio propio y proyectado a otro espacio.
Escuchen, por ejemplo, este cuento japonés y la manera en que un tatuador hace pasar a un universo que no es el nuestro el cuerpo de la joven que él desea:
“El sol disparaba sus rayos sobre el río e incendiaba el cuarto de las siete esteras. Sus rayos reflejados sobre la superficie del agua formaban un dibujo de olas doradas sobre el papel de los biombos y sobre la cara de la joven profundamente dormida. Seikichi, tras haber corrido los tabiques, tomó entre sus manos sus herramientas de tatuaje. Durante algunos instantes permaneció sumido en una suerte de éxtasis. Precisamente ahora saboreaba plenamente la extraña belleza de la joven. Le parecía que podía permanecer sentado ante ese rostro inmóvil durante decenas y centenas de años sin jamás experimentar ni fatiga ni aburrimiento. Así como el pueblo de Menfis embellecía antaño la tierra magnífica de Egipto de pirámides y de esfinges, así Seikichi con todo su amor quiso embellecer con su dibujo la piel fresca de la joven. Le aplicó de inmediato la punta de sus pinceles de color sostenidos entre el pulgar, el anular y el dedo pequeño de la mano izquierda, y a medida que las líneas eran dibujadas, las pinchaba con su aguja sostenida en la mano derecha”.
Y si se piensa que la vestimenta sagrada, o profana, religiosa o civil hace entrar al individuo en el espacio cerrado de lo religioso o en la red invisible de la sociedad, entonces se ve que todo cuanto toca al cuerpo –-dibujo, color, diadema, tiara, vestimenta, uniforme–, todo eso hace alcanzar su pleno desarrollo, bajo una forma sensible y abigarrada, las utopías selladas en el cuerpo.
Pero acaso habría que descender una vez más por debajo de la vestimenta, acaso habría que alcanzar la misma carne, y entonces se vería que en algunos casos, en su punto límite, es el propio cuerpo el que vuelve contra sí su poder utópico y hace entrar todo el espacio de lo religioso y lo sagrado, todo el espacio del otro mundo, todo el espacio del contramundo, en el interior mismo del espacio que le está reservado. Entonces, el cuerpo, en su materialidad, en su carne, sería como el producto de sus propias fantasías. Después de todo, ¿acaso el cuerpo del bailarín no es justamente un cuerpo dilatado según todo un espacio que le es interior y exterior a la vez? Y también los drogados, y los poseídos; los poseídos, cuyo cuerpo se vuelve infierno; los estigmatizados, cuyo cuerpo se vuelve sufrimiento, redención y salvación, sangrante paraíso.
Realmente era necio, hace un rato, de creer que el cuerpo nunca estaba en otra parte, que era un aquí irremediable y que se oponía a toda utopía.
Mi cuerpo, de hecho, está siempre en otra parte, está ligado a todas las otras partes del mundo, y a decir verdad está en otra parte que en el mundo. Porque es a su alrededor donde están dispuestas las cosas, es con respecto a él –y con respecto a él como con respecto a un soberano– como hay un encima, un debajo, una derecha, una izquierda, un adelante, un atrás, un cercano, un lejano. El cuerpo es el punto cero del mundo, allí donde los caminos y los espacios vienen a cruzarse, el cuerpo no está en ninguna parte: en el corazón del mundo es ese pequeño núcleo utópico a partir del cual sueño, hablo, expreso, imagino, percibo las cosas en su lugar y también las niego por el poder indefinido de las utopías que imagino. Mi cuerpo es como la Ciudad del Sol, no tiene un lugar pero de él salen e irradian todos los lugares posibles, reales o utópicos.
Después de todo, los niños tardan mucho tiempo en saber que tienen un cuerpo. Durante meses, durante más de un año, no tienen más que un cuerpo disperso, miembros, cavidades, orificios, y todo esto no se organiza, todo esto no se corporiza literalmente sino en la imagen del espejo. De una manera más extraña todavía, los griegos de Homero no tenían una palabra para designar la unidad del cuerpo. Por paradójico que sea, delante de Troya, bajo los muros defendidos por Héctor y sus compañeros, no había cuerpo, había brazos alzados, había pechos valerosos, había piernas ágiles, había cascos brillantes por encima de las cabezas: no había un cuerpo. La palabra griega que significa cuerpo no aparece en Homero sino para designar el cadáver. Es ese cadáver, por consiguiente, es el cadáver y es el espejo quienes nos enseñan (en fin, quienes enseñaron a los griegos y quienes enseñan ahora a los niños) que tenemos un cuerpo, que ese cuerpo tiene una forma, que esa forma tiene un contorno, que en ese contorno hay un espesor, un peso, en una palabra, que el cuerpo ocupa un lugar. Es el espejo y es el cadáver los que asignan un espacio a la experiencia profunda y originariamente utópica del cuerpo; es el espejo y es el cadáver los que hacen callar y apaciguan y cierran sobre un cierre –-que ahora está para nosotros sellado– esa gran rabia utópica que hace trizas y volatiliza a cada instante nuestro cuerpo. Es gracias a ellos, es gracias al espejo y al cadáver por lo que nuestro cuerpo no es lisa y llana utopía. Si se piensa, empero, que la imagen del espejo está alojada para nosotros en un espacio inaccesible, y que jamás podremos estar allí donde estará nuestro cadáver, si se piensa que el espejo y el cadáver están ellos mismos en un invencible otra parte, entonces se descubre que sólo unas utopías pueden encerrarse sobre ellas mismas y ocultar un instante la utopía profunda y soberana de nuestro cuerpo.
Tal vez habría que decir también que hacer el amor es sentir su cuerpo que se cierra sobre sí, es finalmente existir fuera de toda utopía, con toda su densidad, entre las manos del otro. Bajo los dedos del otro que te recorren, todas las partes invisibles de tu cuerpo se ponen a existir, contra los labios del otro los tuyos se vuelven sensibles, delante de sus ojos semicerrados tu cara adquiere una certidumbre, hay una mirada finalmente para ver tus párpados cerrados. También el amor, como el espejo y como la muerte, apacigua la utopía de tu cuerpo, la hace callar, la calma, y la encierra como en una caja, la clausura y la sella. Por eso es un pariente tan próximo de la ilusión del espejo y de la amenaza de la muerte; y si a pesar de esas dos figuras peligrosas que lo rodean a uno le gusta tanto hacer el amor es porque, en el amor, el cuerpo está aquí.
1 La recuperación del cuerpo en el proceso del despertar es un tema recurrente en la obra de Marcel Proust. (N. de la R.)
* La conferencia “El cuerpo utópico”, de 1966, integra el libro El cuerpo utópico. Las heterotopías, de reciente aparición (ed. Nueva Visión).

viernes, 23 de julio de 2010

Buzzcocks queer punk?



alguien que la subtitule, por favor!

viernes, 18 de junio de 2010

fuegos


Gallinas
de Rafael Barrett


Mientras no poseí más que mi catre y mis libros, fui feliz. Ahora poseo nueve gallinas y un gallo, y mi alma está perturbada. La propiedad me ha hecho cruel.Siempre que compraba una gallina la ataba dos días a un árbol, para imponerle mi domicilio, destruyendo en su memoria frágil el amor a su antigua residencia. Remendé el cerco de mi patio, con el fin de evitar la evasión de mis aves, y la invasión de zorros de cuatro y dos pies. Me aislé, fortifiqué la frontera, tracé una línea diabólica entre mi prójimo y yo. Dividí la humanidad en dos categorías; yo, dueño de mis gallinas, y los demás que podían quitármelas.Definí el delito. El mundo se llena para mí de presuntos ladrones, y por primera vez lancé del otro lado del cerco una mirada hostil. Mi gallo era demasiado joven. El gallo del vecino saltó el cerco y se puso a hacer la corte a mis gallinas y a amargar la existencia de mi gallo.Despedí a pedradas el intruso, pero saltaban el cerco y aovaron en casa del vecino. Reclamé los huevos y mi vecino me aborreció. Desde entonces vi su cara sobre el cerco, su mirada inquisidora y hostil, idéntica a la mía. Sus pollos pasaban el cerco, y devoraban el maíz mojado que consagraba a los míos.Los pollos ajenos me parecieron criminales. Los perseguí, y cegado por la rabia maté uno. El vecino atribuyó una importancia enorme al atentado. No quiso aceptar una indemnización pecuniaria. Retiró gravemente el cadáver de su pollo, y en lugar de comérselo, se lo mostró a sus amigos, con lo cual empezó a circular por el pueblo la leyenda de mi brutalidad imperialista.Tuve que reforzar el cerco, aumentar la vigilancia, elevar, en una palabra, mi presupuesto de guerra. El vecino dispone de un perro decidido a todo; yo pienso adquirir un revólver. ¿Dónde está mi vieja tranquilidad?Estoy envenenado por la desconfianza y por el odio. El espíritu del mal se ha apoderado de mí. Antes era un hombre.Ahora soy un propietario...
Publicado en "El Nacional", 5 de julio de 1910.

lunes, 19 de abril de 2010

pido perdón zine #4


estamos acá, haciendo lo que nos gusta y otras cosas más.
el #4 del zine pronto en las manos de quienes lo quieran tener.

sábado, 20 de marzo de 2010

más que decir sobre Foucault



Paul Veyne rechaza, en su último libro, la imagen del Foucault militante y combativo: "La revolución y la sociedad ideal le parecían pamplinas"
Por: Roger-pol Droit

Alterar los preconceptos es un deporte en el que Paul Veyne se destaca. Ya sea que se interese por los juegos del circo de Roma, las formas de creencia de los griegos, los poemas de René Char o el advenimiento del cristianismo, este historiador inclasificable, lector de Nietzsche, no es sólo un estudioso de una erudición deslumbrante. Es también un hombre de un lenguaje intenso, de una franqueza voluntariamente provocadora y muchas veces intempestiva. A nadie le sorprenderá, por lo tanto, que el retrato que traza de su amigo Michel Foucault sea poco convencional.
Se vieron por primera vez en 1954. Veyne, alumno de l'Ecole Normale en la rue d'Ulm, tenía entonces 24 años. Foucault, con apenas más de treinta, ya era no obstante "caimán", o sea tutor, y pertenecía, pese a la escasa diferencia de edad, al mundo de los maestros. Durante mucho tiempo, sus respectivas estadías en el extranjero los mantuvieron alejados. Foucault estuvo en Suecia, en Polonia, en Túnez, Veyne e n Roma. Recién volvieron a encontrarse en la década de 1970....en el Collège de France.
Paul Veyne admite que no captó enseguida los objetivos del trabajo de Foucault. "Había leído sus libros pero no había entendido el alcance que tenían. Cuando fui a escuchar uno de sus cursos de pronto vislumbré la perspectiva que abría. De golpe, comprendí que Foucault inauguraba ese análisis más profundo de la historia que yo buscaba desde hacía tiempo. Entonces, volví a casa y me puse a leer a Nietzsche. Una noche, Foucault me llama a Aix por no sé qué razón y le digo: Hice un gran descubrimiento: me puse a leer a Nietzsche . –Lo que te interesa, me dice, es el Nietzsche de Deleuze. Y yo: No, porque el libro de Deleuze tiene una falla: ¡no plantea el problema de la verdad! Esa frase provocó en él una especie de flechazo. Me había convertido para él en el único historiador que había vislumbrado que la cuestión suprema de la historia era la verdad. Entonces nos hicimos amigos....
"Bastante "amigos" para que Paul Veyne, notoriamente heterosexual , haya sido proclamado por Foucault " homosexual de honor " e invitado a las discusiones que organizaba en su departamento de la rue de Vaugirard. Sería un error, sin embargo, pasar demasiado rápido de la homosexualidad a la subversión política.
Habiendo observado a Foucault de cerca y hablado muchas veces con él sobre sus decisiones militantes, Veyne rechaza categóricamente la leyenda de un Foucault "revolucionario" en el sentido aceptado del término.
Para él, la imagen de un filósofo rebelde, subversivo, con el espíritu del '68, izquierdista, resuelto a hacer borrón y cuenta nueva con el pasado y terminar con el viejo mundo es isa y llanamente falsa. Ese mito es, no obstante, fuerte en los Estados Unidos, y no está ausente de la imaginación europea. Fue forjado sobre todo a partir del paso de Michel Foucault por la universidad de Vincennes y su participación en el Grupo de información sobre las cárceles, pero según Veyne, no se ajusta a la realidad.
"Foucault no imaginaba la revolución. Nunca lo oí hablar de la sociedad burguesa o de la explotación capitalista , ¡jamás! Para él, esos términos no existían. Era un mundo de ideas que le resultaba totalmente ajeno. De hecho, la revolución o incluso la sociedad ideal , todas esas generalidades vagas no le interesaban en absoluto. Le parecían pamplinas y tonterías. Un día –sigue el relato de Veyne – Foucault me dijo: En Vincennes viví en una banda donde estaban todos medio locos. No obstante, en esa universidad experimental , lo creían igual a ellos. Por eso mismo no entendían por qué Foucault se negaba a que se graduaran todos los estudiantes o por qué no iba a hacer redadas a los supermercados. Los de Vincennes consideraban que esos eran ciertos caprichos de él. Ellos no entendían sus comportamientos, que para ellos eran inexplicables".
Aquí, una objeción: Foucault se comprometió en un montón de acciones, participó activamente en una larga serie de luchas. No se contentaba con escribir o firmar peticiones, se lo veía en manifestaciones, en reuniones de protesta, en la puerta de las cárceles o los tribunales. ¿Eso no era una actividad revolucionaria? Respuesta: "No, porque nunca era por motivos abstractos o generales, organizados siguiendo un plan de conjunto. Se comprometía siempre vez a vez, en función de sus indignaciones, por causas que lo habían conmovido personalmente. Lo que lo decidía, siempre era una reacción afectiva a un punto en particular. En definitiva, tenía un lado justiciero".
De todos modos, genera cierto malestar pensar que no existió en esa multiplicidad de acciones nada más que una sucesión de buenas obras inconexas, dictadas por la emoción del día. ¿No existía ninguna unidad, realmente?¿Ningún denominador común? "Su pasión era indudablemente la defensa de los malditos. Ya fueran locos maltratados o presos de los cuarteles de alta seguridad, era sensible a lo que afectaba, de cerca o de lejos, la vida de los 'hombres infames'. Un día que yo estaba haciendo un programa sobre los gladiadores, quiso venir. Quería explicar cómo esos luchadores ocupaban en Roma un lugar a la vez glorificado y maldito".
La mirada de Paul Veyne sobre la vida y la obra de Michel Foucault reserva otras sorpresas. El principio fundamental de la obra foucaldiana sería el escepticismo y no la voluntad de subversión. Guerrero,samurai, enemigo acérrimo de nuestras ilusiones, Foucault estaría muy alejado de la figura familiar del auténtico intelectual de izquierda. Un poco antes de su muerte, después de la llegada de François Mitterrand al poder, aparentemente había proyectado incluso un libro contra los socialistas franceses. ¿Y por qué razón?"Por odio a Mitterrand. Me explicó cómo demostraría el libro que los socialistas no tienen ninguna política constituida. Sus únicas consignas son las reivindicaciones de su clientela electoral. De la sociedad francesa,igual que de las relaciones internacionales, no tienen idea y nunca la tuvieron ".
Este Foucault sarcástico y escéptico, tan poco ilusionado con la gran revolución, con tanto odio por el partido socialista,¿no resultará chocante?"¡Sería una lástima que un intempestivo no ofendiera a nadie! "

lunes, 1 de febrero de 2010

Foucault y la ley del pudor



Traducciones temblorosas: Foucault y La ley del pudor*
Por Laura Contrera
http://www.pidoperdonzine.blogspot.com/

En la obra de Foucault la esencia de toda verdad y de toda institución se devela prepotente y artera y la única salida que le resta a las víctimas es la contra-estrategia, la fuga o la mutación. Por eso mismo, leemos una obra que ha sido escamada con paciencia de escéptico y con singulares móviles libertarios.
Christian Ferrer

La loi de la pudeur (La ley del pudor) es el título con el que se conoce una entrevista radial en la que intervino Foucault junto a Jean Danet y Guy Hocquenghem en 1978, publicada en la revista Recherches #37, de abril de 1979, Fous d’enfance, pp. 69-82 y más tarde en Dits et écrits 1976-1979. Tomo III. París: Gallimard, pp. 766-776 (1994). Casi imposible de conseguir en castellano, no aparece tampoco en la web en su idioma original sino en la traducción al inglés[1]. Opera una llamativa censura sobre esta entrevista. Pero el ocultamiento tiene una razón: aun pasados treinta años, la defensa de la abolición de las leyes francesas de edad de consentimiento resulta urticante incluso para especialistas que se autodenominan foucaultianos[2]. Foucault, la infancia y el pudor: una relación peligrosa, inconveniente, que, al parecer, implica también un acercamiento pudoroso.

Esta traducción quiere ser solamente un aporte para la discusión de un tema delicado, susceptible de infinitas (mal) interpretaciones. Quizá sería necesario y deseable añadir a la breve introducción que se hizo en Francia para contextualizar históricamente la discusión algunas nociones más recientes sobre relaciones intergeneracionales, pedofilia y abuso infantil, entre otras cuestiones. Evitaríamos de esta forma sumar confusión. Pero excede al espacio y a mi capacidad de síntesis tal añadido. Por eso, simplemente voy a remarcar el hecho de que estas intervenciones en la entrevista no son siquiera la última palabra de Foucault sobre el tema. Especialistas como Eric Fassin[3] han realizado interesantes críticas a muchos de los conceptos vertidos por Foucault en esta emisión radial. Más allá de estas consideraciones, me parece que el silencio nunca es un buen comienzo para la acción. Menos aún el silenciamiento de pensamientos y experiencias pasadas. Porque el padecimiento individual importa y no puede ser un mudo residuo de políticas generales. Y también porque este padecimiento siempre está inscripto en un horizonte más amplio: el de los dispositivos de poder que así nos producen, perpetradores de violencias o padecientes de ella, pero que también permiten la posibilidad de establecer relaciones éticas entre las personas, un tema al que Foucault le dedicó gran parte de las investigaciones de sus últimos años. Tener en cuenta este horizonte implica incluir esta entrevista silenciada, de la que intentaré recuperar algunos párrafos, útiles para iniciar una reflexión sobre nuestras sexualidades infantiles avasalladas.

No soy traductora, apenas leo el francés de corrido y ha sido un esfuerzo tratar de acercarles estas palabras de Foucault. Seguramente buenxs traductorxs del francés o del inglés tendrán algún día la deferencia de hacer circular la traducción completa de la entrevista radial, con todas las intervenciones de los presentes incluidas. Hasta ese entonces, espero que esta aproximación sirva al menos para incitar la curiosidad, alentar el pensamiento y mover a la acción. Aquí van entonces estas traducciones temblorosas para discutir, disentir y pensar con Foucault, una de las mentes más lúcidas del pasado siglo.

La ley del pudor

El Parlamento trabajaba en la revisión de las disposiciones del Código Penal concernientes a la sexualidad y a la infancia. La comisión de reforma del Código Penal había consultado a Foucault, tan atento a las conflictivas tesis sostenidas por los diferentes movimientos de liberación: las mujeres querían la criminalización de la violación; los homosexuales, la descriminalización de la homosexualidad; lesbianas y pedófilos se enfrentaban entre sí como se enfrentaban a los psicoanalistas en torno a la noción de peligro asociada a la sexualidad. M. Foucault defendió ante la Comisión algunos de los argumentos de la Carta Abierta sobre la revisión de la ley de delitos sexuales en lo concerniente a los menores. Finalmente, en junio de 1978, el Senado votaba la supresión de la discriminación entre actos homosexuales y heterosexuales. El atentado al pudor sin violencia hacia un menor de quince años, cualquiera sea su sexo, que estaba correccionalizado, ahora era pasible de audiencias en lo criminal. Guy Hocquenghem, escritor, fundador del Frente Homosexual de Acción Revolucionaria (F.H.A.R.), había tomado en el otoño de 1977 con René Scherer, profesor en el Departamento de Filosofía de Vincennes, la iniciativa de una carta abierta sobre la revisión de la ley de delitos sexuales en lo concerniente a los menores, firmada notablemente por Françoise Dolto, psicoanalista de niños y cristiana. Esta carta demandaba una revisión radical del derecho en materia sexual y de legislación sobre la infancia.

Intervenciones de Foucault en la emisión radial:

Si nosotros tres aceptamos participar en esta emisión (que fue arreglada muchos meses atrás), es por la siguiente razón. Una evolución tan larga, tan masiva, y que, a primera vista, parecía irreversible, podía hacer esperar que el régimen legal impuesto a las prácticas sexuales de nuestros contemporáneos fuera por fin a detenerse y dislocarse. Un régimen que no es tan antiguo, ya que el Código Penal de 1810 (1) no decía gran cosa sobre la sexualidad, como si la sexualidad no debiera concernirle a la ley; es solamente a lo largo del siglo XIX, y sobre todo en el XX, en la época de Pétain y al momento de la enmienda Mirguet (1960) (2), que la legislación de la sexualidad ha devenido cada vez más opresiva. Después de una decena de años, podemos constatar en las costumbres y en la opinión un movimiento para hacer evolucionar ese régimen legal. Asimismo, se ha reunido una comisión de reforma del derecho penal existente que tiene por tarea redactar a nuevo un número de artículos fundamentales del Código Penal. Y esta comisión ha efectivamente admitido, debo decirlo, con mucha seriedad, no solamente la posibilidad sino la necesidad de cambiar la mayor parte de artículos que rigen, en la legislación actual, el comportamiento sexual. Esta comisión, que se reúne todavía desde hace ya varios meses, ha proyectado esta reforma sobre la legislación sexual en el curso del mes de mayo y junio pasados. Y creo que las propuestas que ella contaba con hacer eran de esas que podemos llamar liberales. Ahora bien, parece que, después de un cierto número de meses, un movimiento en sentido inverso está en tren de perfilarse, un movimiento que es inquietante. En principio, porque no se produce solamente en Francia. Miren lo que pasa, por ejemplo, en los Estados Unidos, con la campaña que Anita Bryant[4] ha lanzado contra los homosexuales, que está a punto de rozar el llamado al asesinato. Es un fenómeno que se puede ver en Francia. Pero en Francia se lo constata a través de ciertos hechos particulares, puntuales, de los cuales hablaremos en su momento (Jean Danet y Guy Hocquenghem darán sin duda ejemplos), pero que parecen indicar que, tanto en la práctica policial como en la jurisprudencia, se ha vuelto más bien a posiciones duras, posiciones estrictas. Y ese movimiento que se constata en la práctica policial y judicial está lamentablemente apoyado muy seguido por campañas de prensa, o por un sistema de información manejado desde la prensa. Es entonces en esta situación -movimiento global que tiende al liberalismo, seguido por un fenómeno de reacción, contragolpe, freno -tal vez el mismo inicio del proceso inverso- que nosotros debemos discutir esta noche.

Me parece en efecto que se llega acá a un punto importante. Si es verdad que se está en una mutación, sin duda no es cierto que esa mutación favorecerá un aligeramiento real de la legislación sobre sexualidad. Jean Danet lo ha indicado: durante todo el siglo XIX se ha acumulado poco a poco, no sin un montón de dificultades, una legislación muy pesada. Ahora bien, esta legislación de todos modos se caracterizaba por no poder jamás ser capaz de decir exactamente que era eso que castigaba. Los atentados se castigan, pero el atentado jamás fue definido. Se castigan los ultrajes, jamás se ha sabido que era un ultraje. La ley estaba destinada a defender el pudor, jamás se ha sabido que era el pudor. Prácticamente, cada vez que había que justificar una intervención legislativa sobre la sexualidad, se invocaba el derecho al pudor. Y se puede decir que toda la legislación sobre la sexualidad, tal como ha sido planteada desde el siglo XIX en Francia, es un ensamble de leyes sobre el pudor. Es cierto que este aparato legislativo, que apunta a un objeto no definido, no ha sido utilizado sino en los casos considerados tácticamente útiles. En efecto, estuvo toda la campaña contra los profesores de primaria. Hubo en un momento dado una utilización contra el clero. Hubo una utilización de esta legislación para regular los fenómenos de prostitución de niños, que han sido tan importantes durante todo el siglo XIX, entre 1830 y 1880. Ahora nos damos cuenta que ese instrumento, que tiene por ventaja la flexibilidad, ya que su objeto no está definido, no puede por lo tanto subsistir ya que esas nociones de pudor, ultraje, atentado, pertenecen a un sistema de valores, de cultura, de discurso; en la explosión pornográfica y los beneficios que comporta, en toda esa nueva atmósfera, no es más posible emplear esas palabras y hacer funcionar la ley sobre esas bases. Pero eso que se delinea, el motivo por lo cual yo creo que es importante, en efecto, hablar del problema de los niños, eso que se delinea es un nuevo sistema penal, un nuevo sistema legislativo que se dará por función no tanto castigar lo que sería una infracción a esas leyes generales del pudor sino proteger las poblaciones o esas partes de la población consideradas como particularmente frágiles. Es decir que el legislador no justificará las medidas que proponga diciendo: ‘Hace falta defender el pudor universal de la humanidad’, sino que dirá: ‘Hay personas para las cuales la sexualidad de otros puede devenir un peligro permanente’. De esta manera, los niños pueden encontrarse a merced de una sexualidad adulta que les será extraña, y con un gran riesgo de resultarles nociva. De ahí una legislación que apela a esta noción de población frágil, poblaciones de alto riesgo como se dice, y a todo un saber psiquiátrico o psicológico empapado de un psicoanálisis de buena o mala calidad, poco importa en el fondo; y eso dará a los psiquiatras el derecho a intervenir dos veces. Primeramente, en términos generales, por decir: si, muy cierto, la sexualidad infantil existe, no volvamos más a esas viejas quimeras que nos hacían creer que el niño era puro y no sabía que era la sexualidad. Pero nosotros psicólogos, o psicoanalistas, o psiquiatras, pedagogos, sabemos perfectamente que la sexualidad del niño es una sexualidad específica, que tiene sus formas propias, sus tiempos de maduración, sus momentos fuertes, sus pulsiones específicas, igualmente sus latencias. Esta sexualidad del niño es un territorio que tiene su geografía propia donde el adulto no debe penetrar. Tierra virgen, territorio sexual ciertamente, pero una tierra que debe guardar su virginidad. Él intervendrá entonces como aval, como garante de esta especificidad de la sexualidad infantil, para protegerla. Y por otra parte, en cada caso particular, dirá: he aquí que un adulto ha venido a mezclar su sexualidad con la sexualidad de un niño. Tal vez el niño con su sexualidad propia ha podido desear a ese adulto, tal vez incluso ha consentido, tal vez él mismo ha dado los primeros pasos. Se admitirá que es él quien ha seducido a un adulto; pero nosotros, con nuestro saber psicológico, sabemos perfectamente que incluso el niño seductor peligra y en todos los casos va a sufrir un cierto daño y un traumatismo a partir del hecho de tener una relación con un adulto. En consecuencia, es necesario proteger al niño de sus propios deseos, desde el momento en que sus deseos lo orientarían hacia un adulto. Es el psiquiatra quien podrá decir: ‘Puedo predecir que un trauma de tal o tal importancia se va a producir a continuación de tal o tal tipo de relaciones’. Consecuentemente, al interior del nuevo cuadro legislativo destinado esencialmente a proteger ciertas fracciones frágiles de la población, la instauración de un poder médico, que será fundado sobre una concepción de la sexualidad, y sobre todo de las relaciones entre sexualidad infantil y adulta, que es enteramente discutible

No voy ciertamente a resumir todo lo que se ha dicho. Creo que Hocquenghem ha mostrado bien eso que estaba en tren de nacer actualmente con respecto a estas clases de población que se debe proteger. Por un lado, hay una infancia que por su naturaleza misma está en peligro, y que se debe proteger contra todo peligro posible y en consecuencia, de todo acto o todo ataque eventual. Y enfrente, vamos a tener individuos peligrosos, el individuo peligroso va a ser el adulto en general, de suerte que en el nuevo dispositivo que está por ponerse en marcha la sexualidad va a tomar una apariencia totalmente distinta a la que tenía en otro tiempo. Antes, las leyes prohibían un cierto número de actos, actos por lo demás tan numerosos que no se llegaba saber bien lo que eran, pero finalmente era a esos actos que la ley se dirigía. Se condenaban formas de conducta. Ahora, lo que estamos en tren de definir, y lo que, por consecuencia, va a encontrarse fundado por la intervención de la ley, del juez, de la medicina, son los individuos peligrosos. Vamos a tener una sociedad de peligros, con aquellos que están en peligro en una parte, y los que son peligrosos en la otra. Y la sexualidad no será más una conducta con algunas interdicciones precisas, sino una especie de peligro errante, una suerte de fantasma omnipresente, un fantasma que va jugando entre hombres y mujeres, niños y adultos, y eventualmente, entre los mismos adultos, etc. La sexualidad se volverá una amenaza en todas las relaciones sociales, en toda relación entre miembros de diferentes grupos de edad, en toda relación entre individuos. Y es sobre esa sombra, sobre ese fantasma, sobre ese miedo que el poder intentará tomar presa a través de una legislación aparentemente generosa y en todo caso general y gracias a una serie de intervenciones puntuales que serán probablemente las instituciones judiciales apoyadas sobre las instituciones médicas. Y tendremos allí un nuevo régimen de control de la sexualidad; aunque en la segunda mitad del siglo XX esté en efecto descriminalizada, pero sólo para aparecer bajo la forma de un peligro, y un peligro universal, he aquí un cambio considerable. Yo diría que es El peligro.

Intervenciones de Foucault en el debate final:

Sí, es difícil fijar barreras. Una cosa es el consentimiento, otra cosa es la posibilidad que tiene un niño de ser creído cuando, hablando de sus relaciones sexuales o de su afecto, de su ternura, o de sus contactos (el adjetivo sexual es a menudo molesto en estos casos, porque no corresponde a la realidad), otra cosa pues es la capacidad que se le reconozca al niño de explicar cuales son sus sentimientos, qué es lo que le ha pasado, y la credibilidad que se le acuerde. Ahora bien, en cuanto a los niños, les suponemos una sexualidad que no puede jamás dirigirse hacia un adulto y eso es todo. En segundo lugar, se supone que no son capaces de hablar sobre ellos mismos en un modo suficientemente lúcido. Que tienen una insuficiente capacidad de expresión para explicar lo que hay en ellos. Entonces no se les cree. No se los cree susceptibles de sexualidad y no se les cree susceptibles de hablar acerca de ella. Pero, después de todo, escuchar al niño, oírle hablar, oírle explicar cómo han sido efectivamente sus relaciones con alguien, adulto o no; siempre y cuando se escuche con la suficiente empatía, debe poder permitir establecer aproximadamente cuál fue el régimen de violencia o de consentimiento al que ha sido sometido. Asumir que un niño es incapaz de explicar lo que pasó y que, a partir del hecho de que es un niño, fue incapaz de dar su consentimiento, son dos abusos intolerables, francamente inaceptables.

El siguiente párrafo fue tomado de la versión en inglés:

En todo caso, una barrera de edad fijada por la ley no tiene mucho sentido. De nuevo, se puede confiar en el niño cuando dice que ha sido sujeto, o no, a la violencia. Un magistrado, un liberal, me dijo una vez que estábamos discutiendo esta cuestión: después de todo, hay chicas de 18 años que son prácticamente forzadas a tener sexo con su padre o padrastro; ellas pueden tener 18, pero es un intolerable sistema de coacción. Y una vez más, que ellos sienten que es intolerable, si sólo la gente estuviera dispuesta a escucharlos y ponerlos en una posición en la que puedan decir lo que sienten.


Notas (tomadas de la traducción inglesa):
(1) Código de 1810: Parte del Código de Napoléon. Este grupo de 485 artículos define crímenes, ofensas y delitos menores, así como también los castigos correspondientes. Promulgado el 12 de Febrero de 1810.
(2) La enmienda Mirguet se promulgó el 18 de julio de 1960 como enmienda al artículo 38 de la Constitución francesa de 1958 (4 de octubre de 1958). Declaraba la necesidad de combatir toda amenaza a la higiene pública y específicamente nombra la tuberculosis, el cáncer, el alcoholismo, la prostitución y la homosexualidad como objetos de ataque.

[1] A finales de marzo de 2008 consigo en internet la entrevista (en francés), gracias a un blog que, al poco tiempo, la retiró de circulación. Por esa razón esta traducción se completó con las versiones disponibles en inglés.
[2] Esto lo ha trabajado Rodolfo Omar Serio en su ponencia ¿Qué diría Foucault? Relatos de efebofilia en el canal de chat #gayargentina. Señala Serio que “los años que comprenden desde el Mayo francés hasta principios de los ’80 constituyeron una verdadera vanguardia en materia de moral sexual: en una solicitada de 1977 publicada por Le Monde, pueden leerse las firmas de Barthes, Simone de Beauvoir, Copi, Deleuze, Guattari, Lyotard y Sartre, entre muchos otros intelectuales que exigían la liberación de tres hombres detenidos por mantener relaciones sexuales con menores. En el texto se calificaba la ley de anticuada (désuet)”.
http://www.iigg.fsoc.uba.ar/jovenes_investigadores/4jornadasjovenes/EJES/Eje%201%20Identidades%20Alteridades/Ponencias/SERIO,%20Rodolfo.pdf
[3] Ver al respecto el texto de este autor Somnolencia de Foucault. Violencia sexual, consentimiento y poder, originalmente publicado en Prochoix, dossier “Harcèlement contre consentement”,
núm. 21, verano de 2002, pp. 106-119, disponible en http://revistas.colmex.mx/revistas/8/art_8_1187_9097.pdf
Podemos leer allí que “Durante una entrevista radiofónica con Guy Hocquenghem y Jean Danet, en 1978, el filósofo abandona su habitual vigilancia para pensar según el espíritu de la época, al unísono con sus interlocutores. En efecto, ante el nuevo control de la sexualidad que se establece en ese entonces, Foucault recusa la idea misma de una edad legal para el consentimiento sexual: De cualquier manera, no tiene mucho sentido que la ley fije una barrera de edad. Una vez más, podemos confiar en que el niño diga si sufrió o no un maltrato (Foucault, 1978:776). El problema no consiste tanto en que, una generación después, nuestra sensibilidad moral y política, mejor informada sobre los peligros de la pedofilia, se vea ofendida por semejante falta de preocupación. Más bien, lo que nos sorprende es que, por una vez, el filósofo confíe en las evidencias de la sensatez, o más precisamente del sentido común, de los partidarios de la liberación sexual”.
[4] Se puede ver al respecto el film de Gus Van Sant Milk (2008).

*Gracias a Ile que me ayudó con el toque final que me faltaba de la versión en inglés. Y a todxs los que leyeron y comentaron conmigo este texto y su traducción temblorosa.