La imagen es de la serie "Muñeca rota" de Cortázar. El texto, algunas cosas que he pensado sobre este tema. Se aceptan críticas, sugerencias, divergencias, etc.
Abuso, infancia y poder:
palabras que hasta ahora me estaban misteriosamente prohibidas
Por Laura Contrera
Palabras que escribo aquí/ Contra toda evidencia/ Con la gran preocupación/ De decir todo.[1]
No habría más que un discurso posible sobre el abuso infantil y éste tiene, infaliblemente, un sesgo moral: se está a favor de la pedofilia o se está del lado de las víctimas inocentes. En eso, izquierdas y derechas se dan la mano. Cuando se habla de abuso infantil suele olvidarse que lo que está en juego es la producción misma de la sexualidad infantil. Nuestros cuerpos son políticos, repetimos con la teoría (que no es sin práctica) feminista, post-feminista y queer. Nuestros cuerpos de niñxs abusadxs son políticos. Más allá de la violencia puntual ejercida sobre nuestra carne, nuestros cuerpos de niñxs son campo de batalla donde lo que se juega es algo que excede la salvaguarda del pudor. Como otrora se defendía manu militari la honra de la mujer: el dispositivo sexo-jurídico de la minoría eterna de la fémina, siempre bajo la atenta mirada del padre-marido-tutor, el Estado. Este cuerpo mío, pero que no me pertenece.
Que haya una suerte de intolerancia colectiva hacia ciertas formas violentas de vinculación entre niñxs y adultxs no debe confundirnos. Que algunas de estas formas de vinculación sean incluso pasibles de acción penal no debe dejarnos tranquilxs (sobre todo si pensamos que esta acción se da en determinadas circunstancias y bajo múltiples condicionamientos, ya que los entrecruzamientos de clase, género, etnia, etc. siguen produciendo sus engendros jurídicos). Porque tras siglo y medio de aplicación de concretas técnicas de normalización de las sexualidades adultas -e infantiles- y de una alerta constante sobre el peligro de las sexualidades anormales que acechan a la infancia, mucho no se ha avanzado. Quizá vaya siendo hora de que intentemos recuperar la dimensión política que suele escaparse cuando planteamos en términos de indignación moral la violencia aberrante ejercida contra ciertas corporalidades (niñxs en este caso, pero también cuando se trata de mujeres, trans, inmigrantes, pobres).
Pensemos entonces en las sexualidades infantiles que produce este entramado: el espacio de vigilancia continua que debería ser la familia, tal como es erigida e incentivada por el Estado, el juego incesante de sus instituciones, las relaciones de clase, los circuitos del capital, etc. Por un lado, un innegable interés político y económico del Estado en los cuerpos infantiles y la gestión -legal e ilegal- de esos cuerpos en los distintos circuitos de la producción[2]. Por el otro, una mirada moral que lo reduce todo al binomio víctima y victimario. O que, a lo sumo, dando un paso más adelante, da lugar a la voz querellante, adulta, erigida en representante de alguien siempre silencioso. En el medio, ese alguien silencioso, en su espacio de eterna inocencia mancillada por los poderes voraces.
palabras que hasta ahora me estaban misteriosamente prohibidas
Por Laura Contrera
Palabras que escribo aquí/ Contra toda evidencia/ Con la gran preocupación/ De decir todo.[1]
No habría más que un discurso posible sobre el abuso infantil y éste tiene, infaliblemente, un sesgo moral: se está a favor de la pedofilia o se está del lado de las víctimas inocentes. En eso, izquierdas y derechas se dan la mano. Cuando se habla de abuso infantil suele olvidarse que lo que está en juego es la producción misma de la sexualidad infantil. Nuestros cuerpos son políticos, repetimos con la teoría (que no es sin práctica) feminista, post-feminista y queer. Nuestros cuerpos de niñxs abusadxs son políticos. Más allá de la violencia puntual ejercida sobre nuestra carne, nuestros cuerpos de niñxs son campo de batalla donde lo que se juega es algo que excede la salvaguarda del pudor. Como otrora se defendía manu militari la honra de la mujer: el dispositivo sexo-jurídico de la minoría eterna de la fémina, siempre bajo la atenta mirada del padre-marido-tutor, el Estado. Este cuerpo mío, pero que no me pertenece.
Que haya una suerte de intolerancia colectiva hacia ciertas formas violentas de vinculación entre niñxs y adultxs no debe confundirnos. Que algunas de estas formas de vinculación sean incluso pasibles de acción penal no debe dejarnos tranquilxs (sobre todo si pensamos que esta acción se da en determinadas circunstancias y bajo múltiples condicionamientos, ya que los entrecruzamientos de clase, género, etnia, etc. siguen produciendo sus engendros jurídicos). Porque tras siglo y medio de aplicación de concretas técnicas de normalización de las sexualidades adultas -e infantiles- y de una alerta constante sobre el peligro de las sexualidades anormales que acechan a la infancia, mucho no se ha avanzado. Quizá vaya siendo hora de que intentemos recuperar la dimensión política que suele escaparse cuando planteamos en términos de indignación moral la violencia aberrante ejercida contra ciertas corporalidades (niñxs en este caso, pero también cuando se trata de mujeres, trans, inmigrantes, pobres).
Pensemos entonces en las sexualidades infantiles que produce este entramado: el espacio de vigilancia continua que debería ser la familia, tal como es erigida e incentivada por el Estado, el juego incesante de sus instituciones, las relaciones de clase, los circuitos del capital, etc. Por un lado, un innegable interés político y económico del Estado en los cuerpos infantiles y la gestión -legal e ilegal- de esos cuerpos en los distintos circuitos de la producción[2]. Por el otro, una mirada moral que lo reduce todo al binomio víctima y victimario. O que, a lo sumo, dando un paso más adelante, da lugar a la voz querellante, adulta, erigida en representante de alguien siempre silencioso. En el medio, ese alguien silencioso, en su espacio de eterna inocencia mancillada por los poderes voraces.
Hace ya demasiado tiempo que la explicación por la perversidad natural o adquirida del monstruo abusador no sólo nada nos dice acerca de los victimarios sino que, peor aun, nada ha cambiado –para bien o para mal- ni en el terreno jurídico ni en el concreto escenario que se monta post-atentado para las “víctimas”. A pesar de todo el saber médico-psiquiátrico acumulado sobre las personalidades de los abusadores y de la legislación penal que ha proliferado, las cifras de prevención y control continúan siendo desalentadoras. Claro que en Argentina, como en el resto de Latinoamérica, todavía estamos muy lejos de poder discutir en nuevos términos ésta u otras cuestiones acuciantes. Porque la criminalización del molotov género-pobreza, así como la sospecha sobre la “culpabilidad” de las mujeres violadas o abusadas constituyen sentido común jurídico, nos hallamos en una rara posición que “obliga” moralmente a aplaudir los escasísimos casos donde se tuerce ese sentido común de la justicia. Y lo mismo ocurre cuando cierta indignación popular ante crímenes superlativamente escabrosos se impone en los medios masivos o en las calles.
Cuando se lee en los diarios de mayor tirada o se escucha en los noticieros de horario central que hay una suerte de “jerarquía perversa” que hace que el ayer niño abusado se “convierta” de manera ineluctable en un abusador o entregador de nuevas víctimas, no se puede permanecer indiferente. Hay un discurso que está operando de manera tan eficaz que nos impide hacernos hasta las más simples preguntas. Por ejemplo: ¿las niñas abusadas no nos convertimos en abusadoras por algún tipo de bondad natural que portamos o es porque el repertorio del que disponemos para “salir” adelante tras el abuso está ligeramente ampliado? Léase la ironía del dispositivo: a las niñas nos estaría permitido sentir tal vergüenza ante el hecho consumado que quizá pasemos los próximos 15 años de nuestras vidas tratando de huir de una sexualidad pensada para lastimarnos y ensuciarnos (eso incluye noviazgos y/o matrimonios y la maternidad incluso, no sólo el celibato) o engordemos 20 kilos para salirnos “voluntariamente” del mercado del deseo y la posibilidad de padecer nuevamente violencia sexual. El repertorio posible para los varoncitos abusados se reduce drásticamente a la posibilidad de ejercer una sexualidad adulta invasiva y violenta respecto de infantes desvalidos y/u otras corporalidades igualmente frágiles (y aquí se incluye la nota, no menor, de considerar a la pedofilia como iniciación en la homosexualidad, como si la violación introdujera a la niña en la heterosexualidad). Otra pregunta podría ser acerca de los estereotipos políticos de masculinidad y feminidad fabricados en esta forja perversa. La producción de una sexualidad masculina siempre dotada de un impulso irrefrenable (e involuntario), que constantemente está en riesgo de pasarse a la criminalidad, y su doble, la sexualidad femenina e infantil como territorio pasivo, blando, penetrable, expuesto en todo tiempo y circunstancia al ejercicio de la sexualidad masculina, que requiere de un resguardo nunca suficientemente amplio.
Ya es una verdad de sentido común la que dice que no hay destino biológicamente determinado, quizá sea hora de empezar a replantearse las crónicas psicológicamente anunciadas de algunos crímenes sexuales, no para sustituir un determinismo por otro (social, por ejemplo), sino para desplegar el funcionamiento de un conjunto de tecnologías de género que, como decía Teresa De Lauretis, si bien operan de modo heterogéneo respecto a las asignaciones femeninas o masculinas, producen esa y otras diferencias, además de la verdad del sexo, los modos normales y patológicos de gestionar placeres, la salud y la pureza étnica, la reproducción de fuerza de trabajo, etc.
Una mirada libertaria no puede contentarse hoy con la repetición del discurso moral y compungido que acompaña la queja y reclamo ante el Estado y sus instituciones. Porque así como habría un único discurso dominante sobre abuso infantil, también parece que sólo hay una acción posible: la del Estado y el aparato judicial. Faltan discursos y prácticas resistentes que nos permitan desmontar capas sucesivas: para entender cómo son mantenidos específicos estados de dominación incluso a través de técnicas y de una red de instituciones que se oponen, según sus propias definiciones, a tales estados[3]. La violencia de género o la violencia hacia la infancia es la violencia misma de este sistema de género, de este régimen económico-político que nos ha venido produciendo, en esta apenas perceptible malla estatal y para estatal a la que infructuosamente le venimos pidiendo piedad. O soluciones (cárcel, legislación, castración química, etc.). Y también sabias palabras para poner en su lugar el horror que nos habita y que no podemos nombrar.
El avasallamiento de las sexualidades infantiles se produce antes de que efectivamente haya acaecido el hecho esperado. La mirada moral y temerosa de la sociedad bienpensante ha engendrado y seguirá engendrando eso mismo que teme para sus tiernos frutos. La vigilancia –parental y estatal- impide por su propia definición la producción de una autogestión responsable del propio cuerpo infantil –acorde a su camino evolutivo, claro. El peligro difuso de la sexualidad autoriza todo tipo de controles y toma contornos definidos: el miedo delinea cuerpos que desconocen sus posibilidades de resistencia, como ha sucedido tradicionalmente con las mujeres y la violación. Seguir pensando –y produciendo- la infancia como una víctima ineluctable de las voracidades adultas no ha salvado a nadie. La infancia es sometida cotidianamente, de distintas maneras –aquí es donde intervienen esos espacios de superposición entre género, sexo, clase y etnia- y es en este mismo sometimiento donde se producen las subjetividades infantiles: cuerpos inermes, expuestos a todo mal, niñxs que no conocen sus potencialidades ni disponen de esos cuerpos.
Para quienes hemos podido sobrevivir a los episodios de abuso, la posibilidad de pensar un discurso y una práctica que no sitúe a la infancia abusada en relación al monstruo anormal que acecha desde una exterioridad moral y social. Un discurso y una práctica que nos permita la revisión de los dispositivos que nos produjeron (y seguirán produciendo) como víctimas propiciatorias de otros sujetos encarnados, crecidos y criados en estas sociedades de control y capitalismo tardío, con dispositivos que nos siguen sujetando firmemente de las salientes de nuestros cuerpos-campo-de-batalla aun cuando pretenden protegernos y librarnos de todo mal.
Y para quienes están dando sus primeros pasos, estrenando corporalidades vulnerables en un mundo que vigila aquello que sacraliza y normaliza para luego ponerlo en una circulación regulada, va este intento de abordar políticamente cuestiones en principio ligadas a la intimidad recóndita. Un humilde aporte para salir del espeso silencio y de las palabras prohibidas. Si es cierto que no puede decirse todo, quizá baste con empezar a decir algo. Tener palabras para nombrar lo que existe aunque creamos que no existe: el monstruo debajo de la cama unido a la voz dentro de mi cabeza y al coro de ángeles que no vela mi sueño.
Cuando se lee en los diarios de mayor tirada o se escucha en los noticieros de horario central que hay una suerte de “jerarquía perversa” que hace que el ayer niño abusado se “convierta” de manera ineluctable en un abusador o entregador de nuevas víctimas, no se puede permanecer indiferente. Hay un discurso que está operando de manera tan eficaz que nos impide hacernos hasta las más simples preguntas. Por ejemplo: ¿las niñas abusadas no nos convertimos en abusadoras por algún tipo de bondad natural que portamos o es porque el repertorio del que disponemos para “salir” adelante tras el abuso está ligeramente ampliado? Léase la ironía del dispositivo: a las niñas nos estaría permitido sentir tal vergüenza ante el hecho consumado que quizá pasemos los próximos 15 años de nuestras vidas tratando de huir de una sexualidad pensada para lastimarnos y ensuciarnos (eso incluye noviazgos y/o matrimonios y la maternidad incluso, no sólo el celibato) o engordemos 20 kilos para salirnos “voluntariamente” del mercado del deseo y la posibilidad de padecer nuevamente violencia sexual. El repertorio posible para los varoncitos abusados se reduce drásticamente a la posibilidad de ejercer una sexualidad adulta invasiva y violenta respecto de infantes desvalidos y/u otras corporalidades igualmente frágiles (y aquí se incluye la nota, no menor, de considerar a la pedofilia como iniciación en la homosexualidad, como si la violación introdujera a la niña en la heterosexualidad). Otra pregunta podría ser acerca de los estereotipos políticos de masculinidad y feminidad fabricados en esta forja perversa. La producción de una sexualidad masculina siempre dotada de un impulso irrefrenable (e involuntario), que constantemente está en riesgo de pasarse a la criminalidad, y su doble, la sexualidad femenina e infantil como territorio pasivo, blando, penetrable, expuesto en todo tiempo y circunstancia al ejercicio de la sexualidad masculina, que requiere de un resguardo nunca suficientemente amplio.
Ya es una verdad de sentido común la que dice que no hay destino biológicamente determinado, quizá sea hora de empezar a replantearse las crónicas psicológicamente anunciadas de algunos crímenes sexuales, no para sustituir un determinismo por otro (social, por ejemplo), sino para desplegar el funcionamiento de un conjunto de tecnologías de género que, como decía Teresa De Lauretis, si bien operan de modo heterogéneo respecto a las asignaciones femeninas o masculinas, producen esa y otras diferencias, además de la verdad del sexo, los modos normales y patológicos de gestionar placeres, la salud y la pureza étnica, la reproducción de fuerza de trabajo, etc.
Una mirada libertaria no puede contentarse hoy con la repetición del discurso moral y compungido que acompaña la queja y reclamo ante el Estado y sus instituciones. Porque así como habría un único discurso dominante sobre abuso infantil, también parece que sólo hay una acción posible: la del Estado y el aparato judicial. Faltan discursos y prácticas resistentes que nos permitan desmontar capas sucesivas: para entender cómo son mantenidos específicos estados de dominación incluso a través de técnicas y de una red de instituciones que se oponen, según sus propias definiciones, a tales estados[3]. La violencia de género o la violencia hacia la infancia es la violencia misma de este sistema de género, de este régimen económico-político que nos ha venido produciendo, en esta apenas perceptible malla estatal y para estatal a la que infructuosamente le venimos pidiendo piedad. O soluciones (cárcel, legislación, castración química, etc.). Y también sabias palabras para poner en su lugar el horror que nos habita y que no podemos nombrar.
El avasallamiento de las sexualidades infantiles se produce antes de que efectivamente haya acaecido el hecho esperado. La mirada moral y temerosa de la sociedad bienpensante ha engendrado y seguirá engendrando eso mismo que teme para sus tiernos frutos. La vigilancia –parental y estatal- impide por su propia definición la producción de una autogestión responsable del propio cuerpo infantil –acorde a su camino evolutivo, claro. El peligro difuso de la sexualidad autoriza todo tipo de controles y toma contornos definidos: el miedo delinea cuerpos que desconocen sus posibilidades de resistencia, como ha sucedido tradicionalmente con las mujeres y la violación. Seguir pensando –y produciendo- la infancia como una víctima ineluctable de las voracidades adultas no ha salvado a nadie. La infancia es sometida cotidianamente, de distintas maneras –aquí es donde intervienen esos espacios de superposición entre género, sexo, clase y etnia- y es en este mismo sometimiento donde se producen las subjetividades infantiles: cuerpos inermes, expuestos a todo mal, niñxs que no conocen sus potencialidades ni disponen de esos cuerpos.
Para quienes hemos podido sobrevivir a los episodios de abuso, la posibilidad de pensar un discurso y una práctica que no sitúe a la infancia abusada en relación al monstruo anormal que acecha desde una exterioridad moral y social. Un discurso y una práctica que nos permita la revisión de los dispositivos que nos produjeron (y seguirán produciendo) como víctimas propiciatorias de otros sujetos encarnados, crecidos y criados en estas sociedades de control y capitalismo tardío, con dispositivos que nos siguen sujetando firmemente de las salientes de nuestros cuerpos-campo-de-batalla aun cuando pretenden protegernos y librarnos de todo mal.
Y para quienes están dando sus primeros pasos, estrenando corporalidades vulnerables en un mundo que vigila aquello que sacraliza y normaliza para luego ponerlo en una circulación regulada, va este intento de abordar políticamente cuestiones en principio ligadas a la intimidad recóndita. Un humilde aporte para salir del espeso silencio y de las palabras prohibidas. Si es cierto que no puede decirse todo, quizá baste con empezar a decir algo. Tener palabras para nombrar lo que existe aunque creamos que no existe: el monstruo debajo de la cama unido a la voz dentro de mi cabeza y al coro de ángeles que no vela mi sueño.
[1] Paul Eluard: “Algunas de las palabras que, hasta ahora, me estaban misteriosamente prohibidas”, Cours Naturel, 1938.
[2] Según Foucault, la valoración del cuerpo del niño que emerge en las sociedades occidentales con la industrialización -una valoración económica y afectiva de su vida- está estrechamente ligada a la instauración de un temor en torno de ese cuerpo y de un temor en torno de la sexualidad, de la que los padres resultan responsables, ante el Estado, claro. Foucault, Michel: Los anormales. Curso en el Collège de France (1974-1975). Fondo de Cultura Económica, Bs.As., 2001. Pág 247.
[3] En Argentina, tenemos actualmente ante la Justicia dos casos ejemplares: el licenciado Corzi, psicólogo especialista en violencia familiar y abuso infantil -cabeza visible de espacios de poder-saber legitimados para hablar en nombre de las víctimas- acusado de comandar una red de pederastas, y el cura Grassi, responsable de una fundación llamada “Felices los niños” -que aloja a menores desamparados, con el auxilio de un fuerte subsidio gubernamental-, procesado por abuso y corrupción de menores.
[2] Según Foucault, la valoración del cuerpo del niño que emerge en las sociedades occidentales con la industrialización -una valoración económica y afectiva de su vida- está estrechamente ligada a la instauración de un temor en torno de ese cuerpo y de un temor en torno de la sexualidad, de la que los padres resultan responsables, ante el Estado, claro. Foucault, Michel: Los anormales. Curso en el Collège de France (1974-1975). Fondo de Cultura Económica, Bs.As., 2001. Pág 247.
[3] En Argentina, tenemos actualmente ante la Justicia dos casos ejemplares: el licenciado Corzi, psicólogo especialista en violencia familiar y abuso infantil -cabeza visible de espacios de poder-saber legitimados para hablar en nombre de las víctimas- acusado de comandar una red de pederastas, y el cura Grassi, responsable de una fundación llamada “Felices los niños” -que aloja a menores desamparados, con el auxilio de un fuerte subsidio gubernamental-, procesado por abuso y corrupción de menores.