Un texto bastante pedagógico del sociólogo galés Weeks, que si bien no es lo más jugado que ha escrito (tiene, en el mismo libro de donde se recorta este capítulo, discusiones más interesantes con cierta izquierda presuntamente radical y algunos feminismos sobre diversidad, relaciones intergeneracionales, porno, falsa moralidad, etc.). Especialmente dedicado para esxs que tienen sus sexualidades tan "resueltas".
Jeffrey Weeks:LA CONSTRUCCION SOCIAL DE LA SEXUALIDAD
La expresión generalmente utilizada de “construcción social de la sexualidad” suena dura y mecanicista, pero en realidad es un asunto bastante directo y comprende “las maneras múltiples e intrincadas en que nuestras emociones, deseos y relaciones son configurados por la sociedad en que vivimos”. (1)
En la práctica, la mayoría de los que escriben sobre nuestro pasado sexual suponen que el sexo es una energía natural irresistible apenas controlada por una delgada corteza de civilización. Para Malinowski:
El sexo es un instinto muy poderoso (…) no cabe duda de que los celos masculinos, la modestia sexual, la timidez femenina, el mecanismo de atracción sexual y el galanteo, todas esas fuerzas y condiciones hicieron necesario que, aún en los grupos humanos más primitivos, existieran medios potentes para reglamentar, suprimir y dirigir este instinto.
El “sexo”, como dijo en otro trabajo, “es verdaderamente peligroso” y es el origen de la mayor parte de los problemas humanos a partir de Adán y Eva. (2)
En estas palabras todavía resuenan los ecos de la visión de Krafft-Ebing a fines del siglo XIX, según la cual el sexo es un instinto todopoderoso que exige cumplimiento, contra lo que proclaman la moral, las creencias y las restricciones sociales. Pero incluso los historiadores académicos más ortodoxos hablan un lenguaje bastante parecido. Lawrence Stone, por ejemplo, en The Family, Sex and Marriage , sensatamente rechaza la idea de que “el ello” (la energía del subconsciente freudiano) es el impulso más fuerte e invariable. Sugiere que los cambios en la ingesta de proteínas, la dieta, el esfuerzo físico y la tensión psíquica tienen efectos sobre la organización del sexo. Sin embargo, sigue hablando del “superego” (nuestro sistema interiorizado de valores), que a veces reprime y a veces libera el impulso sexual, y que elocuentemente reproduce el muy viejo cuadro tradicional. (3)
Estos enfoques suponen que el sexo presenta un “mandato biológico” básico que presiona contra la matriz cultural y debe ser restringido por ella. Esto es lo que quiero decir cuando hablo de enfoque esencialista de la sexualidad. Adopta muchas formas. Los teóricos liberadores como Reich y Marcase tienden a considerar el sexo como una fuerza benéfica que está reprimida por una civilización corrupta. Los sociobiólogos contemporáneos, por su parte, consideran todas las formas sociales como, de alguna manera no especificada, emanaciones de material genético básico. Sin embargo, todos parten de un estado de naturaleza que proporciona la materia prima que debe usarse para la comprensión de lo social. Contra todos esos argumentos quiero subrayar que la sexualidad está configurada por fuerzas sociales. Y lejos de ser el elemento más natural en la vida social, el que más se resiste a la modelación cultural, es tal vez uno de los más susceptibles a la organización. De hecho, yo diría incluso que la sexualidad sólo existe a través de sus formas sociales y su organización social. Además, las fuerzas que configuran y modelan las posibilidades eróticas del cuerpo varían de una sociedad a otra. “La socialización sexual –han escrito Ellen Ross y Rayner Rapp- no esmeros específica para cada cultura de lo que es la socialización en el ritual, en el vestido o la cocina.” (4) Esta afirmación pone el acento firmemente donde corresponde: en la sociedad y en las relaciones sociales más que en la naturaleza.
No quiero negar la importancia de la biología. La fisiología y la morfología del cuerpo proporcionan las condiciones previas para la sexualidad humana. La biología condiciona y limita lo que es posible. Pero no es la causa de las formas de vida sexual. No podemos reducir la conducta humana al funcionamiento misterioso del ADN o a lo que dos escritores contemporáneos denominaron “la danza de los cromosomas” (5). Prefiero ver en la biología una serie de potenciales que se transforman y adquieren significado sólo en las relaciones sociales. La conciencia y la historia humanas son fenómenos muy complejos.
Esta postura teórica tiene muchas raíces: la sociología y la antropología del sexo, la revolución psicoanalítica y la nueva historia social. Pero a pesar de estos puntos de partida dispares, adquiere cohesión en torno a varios supuestos comunes. En primer lugar, hay un rechazo general del sexo como un reino autónomo, un campo natural con efectos específicos, una energía rebelde controlada por lo social. Ya no podemos hablar de “el sexo” y “la sociedad” como si fuesen campos separados. En segundo lugar, hay un amplio reconocimiento de la variabilidad social de formas, creencias, ideologías y conductas sexuales. La sexualidad tiene una historia o, de manera más realista, muchas historias, cada una de las cuales debe comprenderse en su singularidad y como parte de un esquema intrincado. En tercer lugar, debemos abandonar la idea de que podemos comprender fructíferamente la historia de la sexualidad como una dicotomía entre presión y desahogo, represión y liberación. La sexualidad no es una olla de vapor que debemos tapar porque nos puede destruir; tampoco es una fuerza vital que debemos liberar para salvar nuestra civilización. Más bien debemos cobrar conciencia de que la sexualidad es algo que la sociedad produce de manera compleja. Es un resultado de distintas prácticas sociales que dan significado a las actividades humanas, de definiciones y autodefiniciones, de luchas entre quienes tienen el poder para definir y reglamentar contra quienes se resisten. La sexualidad no es un hecho dado, es un producto de negociación, lucha y acción humanas.
Nada es sexual, ha señalado Plummer, pero el hecho de nombrarlo hace que lo sea (6). Si tal es el caso, debemos movernos con cautela al aplicar nuestras definiciones occidentales a otras culturas. Varían enormemente la significación atribuida a la sexualidad y las actitudes ante las diversas manifestaciones de la vida erótica. Algunas sociedades muestran tan poco interés en la actividad erótica que han sido llamadas más o menos “asexuales” (7). Las culturas islámicas, por el contrario, han desarrollado una visión lírica del sexo con intentos permanentes por integrar lo religioso a lo sexual. Bouhdiba escribe acerca de “la legitimidad radical de la práctica de la sexualidad” en el mundo islámico, siempre y cuando no sea homosexual, ya que esto es “violentamente condenado” por el Islam (8). El Occidente cristiano, de manera notable, ha visto en el sexo un terreno de angustia y conflicto moral, y ha erigido un dualismo duradero entre el espíritu y la carne, la mente y el cuerpo. Esto ha dado como resultado inevitable una configuración cultural que repudia el cuerpo a la vez que muestra una preocupación obsesiva por él.
Dentro de los amplios parámetros de las actitudes culturales generales, cada cultura clasifica distintas prácticas como apropiadas o inapropiadas, morales o inmorales, saludables o pervertidas. La cultura occidental sigue definiendo la conducta apropiada con base en una gama limitada de actividades aceptables. El matrimonio monógamo entre compañeros de edad más o menos igual pero género diferente sigue siendo la norma (aunque, desde luego, no necesariamente la realidad) y, a pesar de muchos cambios, la puerta aceptada para entrar a la edad adulta y a la actividad sexual. Por su parte, la homosexualidad sigue arrastrando su pesada herencia de tabú. Aunque hoy se acepte a los homosexuales –ha señalado Dennos Altman-, no se acepta la homosexualidad, y en un ambiente en que una enfermedad como el sida puede provocar un pánico en la prensa acerca del estilo de vida de los gays , esto parece ser cierto (9). Otras culturas no han considerado necesario expresar tal mandato. Los antropólogos Ford y Beach encontraron que sólo 15% de 185 sociedades diferentes estudiadas restringían las relaciones sexuales a una sola pareja. Las cifras de Kinsey indicaban que bajo una uniformidad superficial, las prácticas occidentales son igualmente variadas: en su encuesta de la década de 1940, 50% de los hombres y 26% de las mujeres habían tenido relaciones extramaritales hacia los cuarenta años (10).
El matrimonio no es inevitablemente heterosexual: entre los nuer, las mujeres mayores “se casan” con mujeres más jóvenes (11). Tampoco la homosexualidad es un tabú universal. Hay diversas formas de homosexualidad institucionalizada, desde los ritos de pubertad en algunas tribus africanas, hasta las relaciones pedagógicas entre hombres mayores y jóvenes (como en la Grecia antigua) o las parejas de travestis ( las berdache ) entre los indios estadounidenses, integradas al grupo social (12).
En Occidente aún definimos las normas del sexo en relación con uno de los resultados posibles: la reproducción. Durante largos siglos de dominio cristiano, era la única justificación para las relaciones sexuales. Sin embargo, otras culturas en ocasiones ni siquiera han vinculado la cópula con la procreación. Algunas sociedades sólo reconocen la función del padre, otras la de la madre. Los habitantes de la isla de Trobriand investigados por Malinowski no veían ninguna conexión entre acto sexual y reproducción. Sólo después de que el espíritu niño entraba a la matriz, el coito adquiría alguna significación para ellos, ya que éste moldeaba el carácter del futuro bebé (13).
Cada cultura establece lo que Plumier llama “restricciones de quién” y “restricciones de cómo”. Las “restricciones de quién” tienen que ver con las parejas, su género, especie, edad, parentesco, raza, casta o clase, y limitan a quién podemos aceptar como pareja. Las “restricciones de cómo” tienen que ver con los órganos que usamos, los orificios que se pueden penetrar, el modo de la relación sexual y de coito: qué podemos tocar, cuándo podemos tocar, con qué frecuencia, y así sucesivamente (14). Estas reglamentaciones tienen muchos aspectos: formales e informales, legales y extralegales. Tienden a no corresponder de manera indiferenciada a la totalidad de la sociedad. Por ejemplo, suele haber distintas reglas para hombres y mujeres, configuradas de manera que la sexualidad de las mujeres queda subordinada a la de los hombres. Estas reglas con frecuencia son más aceptables como normas abstractas que como guías prácticas. Pero determinan los permisos, las prohibiciones, los límites y las posibilidades a través de las cuales se construye la vida erótica.
Cinco grandes áreas destacan como particularmente importantes en la organización social de la sexualidad: parentesco y sistemas familiares, organización social y económica, reglamentación social, intervenciones políticas y el desarrollo de “culturas de resistencia”.
En la práctica, la mayoría de los que escriben sobre nuestro pasado sexual suponen que el sexo es una energía natural irresistible apenas controlada por una delgada corteza de civilización. Para Malinowski:
El sexo es un instinto muy poderoso (…) no cabe duda de que los celos masculinos, la modestia sexual, la timidez femenina, el mecanismo de atracción sexual y el galanteo, todas esas fuerzas y condiciones hicieron necesario que, aún en los grupos humanos más primitivos, existieran medios potentes para reglamentar, suprimir y dirigir este instinto.
El “sexo”, como dijo en otro trabajo, “es verdaderamente peligroso” y es el origen de la mayor parte de los problemas humanos a partir de Adán y Eva. (2)
En estas palabras todavía resuenan los ecos de la visión de Krafft-Ebing a fines del siglo XIX, según la cual el sexo es un instinto todopoderoso que exige cumplimiento, contra lo que proclaman la moral, las creencias y las restricciones sociales. Pero incluso los historiadores académicos más ortodoxos hablan un lenguaje bastante parecido. Lawrence Stone, por ejemplo, en The Family, Sex and Marriage , sensatamente rechaza la idea de que “el ello” (la energía del subconsciente freudiano) es el impulso más fuerte e invariable. Sugiere que los cambios en la ingesta de proteínas, la dieta, el esfuerzo físico y la tensión psíquica tienen efectos sobre la organización del sexo. Sin embargo, sigue hablando del “superego” (nuestro sistema interiorizado de valores), que a veces reprime y a veces libera el impulso sexual, y que elocuentemente reproduce el muy viejo cuadro tradicional. (3)
Estos enfoques suponen que el sexo presenta un “mandato biológico” básico que presiona contra la matriz cultural y debe ser restringido por ella. Esto es lo que quiero decir cuando hablo de enfoque esencialista de la sexualidad. Adopta muchas formas. Los teóricos liberadores como Reich y Marcase tienden a considerar el sexo como una fuerza benéfica que está reprimida por una civilización corrupta. Los sociobiólogos contemporáneos, por su parte, consideran todas las formas sociales como, de alguna manera no especificada, emanaciones de material genético básico. Sin embargo, todos parten de un estado de naturaleza que proporciona la materia prima que debe usarse para la comprensión de lo social. Contra todos esos argumentos quiero subrayar que la sexualidad está configurada por fuerzas sociales. Y lejos de ser el elemento más natural en la vida social, el que más se resiste a la modelación cultural, es tal vez uno de los más susceptibles a la organización. De hecho, yo diría incluso que la sexualidad sólo existe a través de sus formas sociales y su organización social. Además, las fuerzas que configuran y modelan las posibilidades eróticas del cuerpo varían de una sociedad a otra. “La socialización sexual –han escrito Ellen Ross y Rayner Rapp- no esmeros específica para cada cultura de lo que es la socialización en el ritual, en el vestido o la cocina.” (4) Esta afirmación pone el acento firmemente donde corresponde: en la sociedad y en las relaciones sociales más que en la naturaleza.
No quiero negar la importancia de la biología. La fisiología y la morfología del cuerpo proporcionan las condiciones previas para la sexualidad humana. La biología condiciona y limita lo que es posible. Pero no es la causa de las formas de vida sexual. No podemos reducir la conducta humana al funcionamiento misterioso del ADN o a lo que dos escritores contemporáneos denominaron “la danza de los cromosomas” (5). Prefiero ver en la biología una serie de potenciales que se transforman y adquieren significado sólo en las relaciones sociales. La conciencia y la historia humanas son fenómenos muy complejos.
Esta postura teórica tiene muchas raíces: la sociología y la antropología del sexo, la revolución psicoanalítica y la nueva historia social. Pero a pesar de estos puntos de partida dispares, adquiere cohesión en torno a varios supuestos comunes. En primer lugar, hay un rechazo general del sexo como un reino autónomo, un campo natural con efectos específicos, una energía rebelde controlada por lo social. Ya no podemos hablar de “el sexo” y “la sociedad” como si fuesen campos separados. En segundo lugar, hay un amplio reconocimiento de la variabilidad social de formas, creencias, ideologías y conductas sexuales. La sexualidad tiene una historia o, de manera más realista, muchas historias, cada una de las cuales debe comprenderse en su singularidad y como parte de un esquema intrincado. En tercer lugar, debemos abandonar la idea de que podemos comprender fructíferamente la historia de la sexualidad como una dicotomía entre presión y desahogo, represión y liberación. La sexualidad no es una olla de vapor que debemos tapar porque nos puede destruir; tampoco es una fuerza vital que debemos liberar para salvar nuestra civilización. Más bien debemos cobrar conciencia de que la sexualidad es algo que la sociedad produce de manera compleja. Es un resultado de distintas prácticas sociales que dan significado a las actividades humanas, de definiciones y autodefiniciones, de luchas entre quienes tienen el poder para definir y reglamentar contra quienes se resisten. La sexualidad no es un hecho dado, es un producto de negociación, lucha y acción humanas.
Nada es sexual, ha señalado Plummer, pero el hecho de nombrarlo hace que lo sea (6). Si tal es el caso, debemos movernos con cautela al aplicar nuestras definiciones occidentales a otras culturas. Varían enormemente la significación atribuida a la sexualidad y las actitudes ante las diversas manifestaciones de la vida erótica. Algunas sociedades muestran tan poco interés en la actividad erótica que han sido llamadas más o menos “asexuales” (7). Las culturas islámicas, por el contrario, han desarrollado una visión lírica del sexo con intentos permanentes por integrar lo religioso a lo sexual. Bouhdiba escribe acerca de “la legitimidad radical de la práctica de la sexualidad” en el mundo islámico, siempre y cuando no sea homosexual, ya que esto es “violentamente condenado” por el Islam (8). El Occidente cristiano, de manera notable, ha visto en el sexo un terreno de angustia y conflicto moral, y ha erigido un dualismo duradero entre el espíritu y la carne, la mente y el cuerpo. Esto ha dado como resultado inevitable una configuración cultural que repudia el cuerpo a la vez que muestra una preocupación obsesiva por él.
Dentro de los amplios parámetros de las actitudes culturales generales, cada cultura clasifica distintas prácticas como apropiadas o inapropiadas, morales o inmorales, saludables o pervertidas. La cultura occidental sigue definiendo la conducta apropiada con base en una gama limitada de actividades aceptables. El matrimonio monógamo entre compañeros de edad más o menos igual pero género diferente sigue siendo la norma (aunque, desde luego, no necesariamente la realidad) y, a pesar de muchos cambios, la puerta aceptada para entrar a la edad adulta y a la actividad sexual. Por su parte, la homosexualidad sigue arrastrando su pesada herencia de tabú. Aunque hoy se acepte a los homosexuales –ha señalado Dennos Altman-, no se acepta la homosexualidad, y en un ambiente en que una enfermedad como el sida puede provocar un pánico en la prensa acerca del estilo de vida de los gays , esto parece ser cierto (9). Otras culturas no han considerado necesario expresar tal mandato. Los antropólogos Ford y Beach encontraron que sólo 15% de 185 sociedades diferentes estudiadas restringían las relaciones sexuales a una sola pareja. Las cifras de Kinsey indicaban que bajo una uniformidad superficial, las prácticas occidentales son igualmente variadas: en su encuesta de la década de 1940, 50% de los hombres y 26% de las mujeres habían tenido relaciones extramaritales hacia los cuarenta años (10).
El matrimonio no es inevitablemente heterosexual: entre los nuer, las mujeres mayores “se casan” con mujeres más jóvenes (11). Tampoco la homosexualidad es un tabú universal. Hay diversas formas de homosexualidad institucionalizada, desde los ritos de pubertad en algunas tribus africanas, hasta las relaciones pedagógicas entre hombres mayores y jóvenes (como en la Grecia antigua) o las parejas de travestis ( las berdache ) entre los indios estadounidenses, integradas al grupo social (12).
En Occidente aún definimos las normas del sexo en relación con uno de los resultados posibles: la reproducción. Durante largos siglos de dominio cristiano, era la única justificación para las relaciones sexuales. Sin embargo, otras culturas en ocasiones ni siquiera han vinculado la cópula con la procreación. Algunas sociedades sólo reconocen la función del padre, otras la de la madre. Los habitantes de la isla de Trobriand investigados por Malinowski no veían ninguna conexión entre acto sexual y reproducción. Sólo después de que el espíritu niño entraba a la matriz, el coito adquiría alguna significación para ellos, ya que éste moldeaba el carácter del futuro bebé (13).
Cada cultura establece lo que Plumier llama “restricciones de quién” y “restricciones de cómo”. Las “restricciones de quién” tienen que ver con las parejas, su género, especie, edad, parentesco, raza, casta o clase, y limitan a quién podemos aceptar como pareja. Las “restricciones de cómo” tienen que ver con los órganos que usamos, los orificios que se pueden penetrar, el modo de la relación sexual y de coito: qué podemos tocar, cuándo podemos tocar, con qué frecuencia, y así sucesivamente (14). Estas reglamentaciones tienen muchos aspectos: formales e informales, legales y extralegales. Tienden a no corresponder de manera indiferenciada a la totalidad de la sociedad. Por ejemplo, suele haber distintas reglas para hombres y mujeres, configuradas de manera que la sexualidad de las mujeres queda subordinada a la de los hombres. Estas reglas con frecuencia son más aceptables como normas abstractas que como guías prácticas. Pero determinan los permisos, las prohibiciones, los límites y las posibilidades a través de las cuales se construye la vida erótica.
Cinco grandes áreas destacan como particularmente importantes en la organización social de la sexualidad: parentesco y sistemas familiares, organización social y económica, reglamentación social, intervenciones políticas y el desarrollo de “culturas de resistencia”.
Parentesco y sistemas familiares
Éstas parecen ser las formas básicas y más invariables de todas, sobre todo el enfoque “natural” de la socialización y la experiencia sexuales. El tabú del incesto, es decir, la prohibición del involucramiento sexual dentro de ciertos grados de parentesco, parece ser una ley universal, y según suele decirse, marca el paso del estado natural al de la sociedad humana: es constitutivo de la cultura (también es la base de nuestro mito más constante, el de Edipo). Sin embargo, las formas del tabú varían enormemente. En las tradiciones cristianas medievales se prohibía el matrimonio hasta el séptimo grado de parentesco. Hoy en día, se permite el matrimonio entre primos hermanos. En el Egipto de los faraones se permitía el matrimonio entre hermanos y, en algunos casos, también entre padre e hija, con el fin de preservar la pureza del linaje real (15). La existencia del tabú del incesto ilustra la necesidad que tienen todas las sociedades de reglamentar el sexo, pero no la manera como ha de hacerse. Incluso los “parentescos de sangre” deben interpretarse a través del cedazo de la cultura.
La verdad es que los vínculos de parentesco no son vínculos naturales de la sangre, sino relaciones sociales entre grupos, con frecuencia basados en afinidades residenciales y hostiles a afinidades genéticas. Marshall Sahlins ha dicho:
Las concepciones humanas de parentesco pueden estar tan lejos de la biología que excluyen de la categoría de “pariente cercano” a todos salvo a una pequeña fracción de los parientes genealógicos de una persona, mientras que al mismo tiempo incluyen en esa categoría, como de la misma sangre, a gente relacionada de manera muy distante o también a extraños. Entre estos extraños (genéticamente) pueden estar los hijos propios (culturalmente) (16).
Quién decidimos que es pariente y qué describimos como “la familia” son hechos que dependen claramente de varios factores históricos. Hay muchas formas familiares, sobre todo dentro de las sociedades occidentales industrializadas: entre distintas clases y entre diferentes grupos geográficos, religiosos, raciales y étnicos. Los esquemas familiares se configuran y reconfiguran por factores económicos, reglas de herencia, intervenciones del Estado para reglamentar el matrimonio y el divorcio o mantener a la familia mediante la asistencia social o políticas de impuestos. Todo esto afecta los esquemas probables de vida sexual: fomenta o desalienta la tasa de matrimonios, la edad del matrimonio, la incidencia de la reproducción, las actitudes ante el sexo no procreativo o no heterosexual y el poder relativo de hombres sobre mujeres, entre otros aspectos. Estos factores son importantes de por sí. Pero se vuelven doblemente importantes porque en la cultura occidental la familia es el sitio en el que la mayoría de nosotros adquirimos algún sentido de nuestras necesidades e identidades sexuales individuales y, según el psicoanálisis, es donde se organizan nuestros deseos desde la primera infancia. De modo que para comprender la sexualidad tenemos que comprender mucho más que el sexo: tenemos que comprender las relaciones en las que suele ocurrir.
Éstas parecen ser las formas básicas y más invariables de todas, sobre todo el enfoque “natural” de la socialización y la experiencia sexuales. El tabú del incesto, es decir, la prohibición del involucramiento sexual dentro de ciertos grados de parentesco, parece ser una ley universal, y según suele decirse, marca el paso del estado natural al de la sociedad humana: es constitutivo de la cultura (también es la base de nuestro mito más constante, el de Edipo). Sin embargo, las formas del tabú varían enormemente. En las tradiciones cristianas medievales se prohibía el matrimonio hasta el séptimo grado de parentesco. Hoy en día, se permite el matrimonio entre primos hermanos. En el Egipto de los faraones se permitía el matrimonio entre hermanos y, en algunos casos, también entre padre e hija, con el fin de preservar la pureza del linaje real (15). La existencia del tabú del incesto ilustra la necesidad que tienen todas las sociedades de reglamentar el sexo, pero no la manera como ha de hacerse. Incluso los “parentescos de sangre” deben interpretarse a través del cedazo de la cultura.
La verdad es que los vínculos de parentesco no son vínculos naturales de la sangre, sino relaciones sociales entre grupos, con frecuencia basados en afinidades residenciales y hostiles a afinidades genéticas. Marshall Sahlins ha dicho:
Las concepciones humanas de parentesco pueden estar tan lejos de la biología que excluyen de la categoría de “pariente cercano” a todos salvo a una pequeña fracción de los parientes genealógicos de una persona, mientras que al mismo tiempo incluyen en esa categoría, como de la misma sangre, a gente relacionada de manera muy distante o también a extraños. Entre estos extraños (genéticamente) pueden estar los hijos propios (culturalmente) (16).
Quién decidimos que es pariente y qué describimos como “la familia” son hechos que dependen claramente de varios factores históricos. Hay muchas formas familiares, sobre todo dentro de las sociedades occidentales industrializadas: entre distintas clases y entre diferentes grupos geográficos, religiosos, raciales y étnicos. Los esquemas familiares se configuran y reconfiguran por factores económicos, reglas de herencia, intervenciones del Estado para reglamentar el matrimonio y el divorcio o mantener a la familia mediante la asistencia social o políticas de impuestos. Todo esto afecta los esquemas probables de vida sexual: fomenta o desalienta la tasa de matrimonios, la edad del matrimonio, la incidencia de la reproducción, las actitudes ante el sexo no procreativo o no heterosexual y el poder relativo de hombres sobre mujeres, entre otros aspectos. Estos factores son importantes de por sí. Pero se vuelven doblemente importantes porque en la cultura occidental la familia es el sitio en el que la mayoría de nosotros adquirimos algún sentido de nuestras necesidades e identidades sexuales individuales y, según el psicoanálisis, es donde se organizan nuestros deseos desde la primera infancia. De modo que para comprender la sexualidad tenemos que comprender mucho más que el sexo: tenemos que comprender las relaciones en las que suele ocurrir.
Organización económica y social
Como he dicho, las familias en sí no son entidades naturales autónomas. Están configuradas por relaciones sociales más amplias. Los esquemas domésticos pueden verse modificados por fuerzas económicas, por las divisiones de clase que surgen como resultado del cambio económico, por el grado de urbanización y el rápido cambio industrial y social (17). En el pasado, y probablemente también en el presente, las migraciones laborales han afectado los esquemas de galanteo y han contribuido a dictar la incidencia de tasas de ilegitimidad. La proletarización de la población rural en Inglaterra a principios del siglo XIX contribuyó al surgimiento masivo de la ilegitimidad durante esa época, dado que los viejos esquemas de galanteo se derrumbaron debido a los trastornos económicos e industriales: fue un caso de “frustración de matrimonio” más que una revolución sexual consciente. Las condiciones de trabajo pueden configurar la vida sexual. Un buen ejemplo de ello se encuentra en los documentos de las décadas de 1920 y 1930 en los que se afirma que las mujeres que trabajaban en fábricas solían conocer mucho mejor los métodos de control artificial de la natalidad y, por lo tanto, limitaban el tamaño de su familia mucho más que las mujeres que sólo trabajaban en el hogar o en el servicio doméstico (18).
Las relaciones entre hombres y mujeres se ven afectadas constantemente por los cambios en las condiciones económicas. La participación cada vez mayor de las mujeres casadas en la fuerza de trabajo asalariada durante las décadas de 1950 y 1960 inevitablemente afectó los esquemas de vida doméstica. También impulsó un auge consumista que fue una de las condiciones previas para el surgimiento de nuevos mercados para artículos sexuales en la generación pasada. La sexualidad no está determinada por el modo de producción, pero los ritmos de la vida económica proporcionan las condiciones básicas y los límites últimos para la organización de la vida sexual.
Reglamentación social
Si bien la vida económica establece algunos de los ritmos fundamentales, las formas reales de reglamentación de la sexualidad tienen una autonomía considerable. Los métodos formales para reglamentar la vida sexual varían según las épocas, dependiendo de la importancia de la religión, la función variable del Estado, la existencia o no de un consenso moral que reglamente los esquemas del matrimonio, las tasas de divorcio y la incidencia de la no ortodoxia sexual. Uno de los cambios más importantes de los últimos cien años ha sido que las iglesias se han alejado de la reglamentación moral y se ha dado un modo más laico de organización a través de la medicina, la educación, la psicología, el trabajo social y las prácticas de asistencia social. También es importante reconocer que los efectos de estas acciones no necesariamente están predeterminados. En no pocas ocasiones la vida sexual se modifica por las consecuencias no deliberadas de la acción social tanto como por la intención de sus autores. Las leyes que prohíben la aparición de publicaciones obscenas suelen conducir a juicios que acaban haciéndoles publicidad. Prohibir las películas eróticas les da una fama que tal vez de otra manera no merecerían. Y, hablando de temas más serios, las leyes diseñadas para controlar la conducta de algunos grupos de personas pueden en realidad provocar un mayor sentido de identidad y cohesión entre ellos. Esto parece lo que sucedió cuando se deputaron las leyes relacionadas con la homosexualidad masculina a fines del siglo XIX (19).
Pero no sólo los métodos formales configuran la sexualidad; hay muchos esquemas informales y consuetudinarios que son igualmente importantes. Las formas tradicionales de reglamentación del galanteo adolescente pueden ser medios fundamentales de control social. Es muy difícil romper con el consenso de la comunidad en que uno vive o del grupo de compañeros en la escuela, y esto es tan cierto hoy como lo fue en las sociedades preindustriales. Un lenguaje de abuso sexual (“chica fácil” y “golfa”) funciona para mantener en orden a las muchachas y para reforzar las distinciones convencionales entre las que lo hacen y las que no. Tales métodos informales, reforzados por los que se adhieren estrictamente a las reglas, suelen producir, según las normas contemporáneas, diversas manifestaciones extravagantes de conducta sexual. Un ejemplo de ello está en la forma tradicional de galanteo hasta el siglo XIX en algunas partes de Inglaterra y Gales, conocida como bundling , que incluía ritos íntimos de juegos sexuales en la cama, pero con la ropa puesta. Más cerca de nuestra época podemos encontrar el fenómeno igualmente exótico del besuqueo, que depende de la idea de que si bien el coito en público es tabú, pueden emprenderse otras formas de juego íntimo que no están definidas como el acto sexual. Kinsey señaló a principios de los años cincuenta que:
A los viajeros extranjeros a veces les asombra la abierta exhibición de actividades tan obviamente eróticas (…). Es cada vez más frecuente observar el besuqueo en medios de transporte tan públicos como autobuses, tranvías y aviones. Los otros pasajeros han aprendido a ignorar tales actividades si se realizan con alguna discreción. A veces se llega al orgasmo con el besuqueo que ocurre en esos lugares públicos (20).
En estos fenómenos hay reglas complejas implícitas, aunque sólo semiconscientes, que limitan lo que puede y lo que no puede hacerse. Métodos informales de reglamentación como éstos pueden tener efectos sociales importantes, por ejemplo, limitar los embarazos ilegítimos. En el pasado, con frecuencia han sido impuestos mediante prácticas tradicionales de avergonzamiento, rituales de humillación y burla públicos –algunos ejemplos son la “cencerrada” y la “música turbulenta”- que sirven para reforzar las normas de la comunidad.
Intervenciones políticas
Estos métodos formales e informales de control existen dentro de un marco político que va cambiando. El equilibrio de las fuerzas políticas en un momento dado puede determinar el grado de control legislativo o la intervención moral en la vida sexual. El clima social general proporciona el contexto en que algunos asuntos adquieren más importancia que otros. La existencia de “líderes de opinión” hábiles, capaces de articular y hacer surgir corrientes incipientes de opinión, puede ser decisiva para hacer que se cumpla la legislación existente o para idear una nueva. El éxito reciente de la nueva derecha en Estados Unidos para lograr que se estableciera un programa de conservadurismo sexual, movilizando a la sociedad contra los liberales y/o desviados sexuales, ejemplifica las posibilidades de movilización política en torno al sexo.
Culturas de Resistencia
Pero la historia de la sexualidad no es una simple historia de control; también es una historia de oposición y resistencia frente a los códigos morales. Las formas de reglamentación moral hacen surgir culturas de resistencia. Un ejemplo excelente de éstas se encuentra en las redes de información de mujeres acerca de los métodos de control de la natalidad, sobre todo del aborto. Como ha dicho Angus Aclaren: “Al estudiar las ideas sobre el aborto, se pueden vislumbrar aspectos de una cultura sexual femenina distinta, que apoya la independencia y la autonomía de las mujeres respecto de médicos, moralistas y esposos”.
La historia de esta sabiduría paralela es muy larga. Un ejemplo clásico se encuentra en el diseminado uso del compuesto de plomo a fines del siglo XIX y principios del XX en la región central de Inglaterra. Ampliamente utilizado como antiséptico, accidentalmente se descubrió que también servía para inducir el aborto, y hay pruebas de que fue empleado como profiláctico por mujeres de la clase obrera hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial (21).
Podemos encontrar otros ejemplos de resistencia cultural en el surgimiento de las subculturas y redes establecidas por minorías sexuales. A través de la historia de Occidente se observa una larga historia de subculturas de homosexualidad masculina, manifiesta, por ejemplo, en pueblos italianos de fines del Medioevo, y en Inglaterra desde fines del siglo XVII. Esto ha sido fundamental para el surgimiento de las identidades homosexuales modernas, que se han formado en gran parte en estas redes sociales amplias. En épocas más recientes, durante aproximadamente los últimos cien años, ha habido una serie de movimientos políticos de oposición explícita, organizados en torno a la sexualidad y a asuntos sexuales. El ejemplo clásico es el feminismo. Pero, además, las investigaciones históricas recientes han demostrado la existencia, desde mucho antes, de movimientos de reforma sexual que suelen estar estrechamente vinculados con campañas en favor de los derechos homosexuales: los movimientos modernos de gays y lesbianas tienen antecedentes que se remontan al siglo XIX en el caso de países como Alemania y Gran Bretaña (22).
Lo que con tanta confianza conocemos como “sexualidad” es, así, el producto de múltiples influencias e intervenciones sociales. No existe fuera de la historia, sino que es un producto histórico. A esto nos referimos cuando hablamos de la “construcción social” de la sexualidad.
Como he dicho, las familias en sí no son entidades naturales autónomas. Están configuradas por relaciones sociales más amplias. Los esquemas domésticos pueden verse modificados por fuerzas económicas, por las divisiones de clase que surgen como resultado del cambio económico, por el grado de urbanización y el rápido cambio industrial y social (17). En el pasado, y probablemente también en el presente, las migraciones laborales han afectado los esquemas de galanteo y han contribuido a dictar la incidencia de tasas de ilegitimidad. La proletarización de la población rural en Inglaterra a principios del siglo XIX contribuyó al surgimiento masivo de la ilegitimidad durante esa época, dado que los viejos esquemas de galanteo se derrumbaron debido a los trastornos económicos e industriales: fue un caso de “frustración de matrimonio” más que una revolución sexual consciente. Las condiciones de trabajo pueden configurar la vida sexual. Un buen ejemplo de ello se encuentra en los documentos de las décadas de 1920 y 1930 en los que se afirma que las mujeres que trabajaban en fábricas solían conocer mucho mejor los métodos de control artificial de la natalidad y, por lo tanto, limitaban el tamaño de su familia mucho más que las mujeres que sólo trabajaban en el hogar o en el servicio doméstico (18).
Las relaciones entre hombres y mujeres se ven afectadas constantemente por los cambios en las condiciones económicas. La participación cada vez mayor de las mujeres casadas en la fuerza de trabajo asalariada durante las décadas de 1950 y 1960 inevitablemente afectó los esquemas de vida doméstica. También impulsó un auge consumista que fue una de las condiciones previas para el surgimiento de nuevos mercados para artículos sexuales en la generación pasada. La sexualidad no está determinada por el modo de producción, pero los ritmos de la vida económica proporcionan las condiciones básicas y los límites últimos para la organización de la vida sexual.
Reglamentación social
Si bien la vida económica establece algunos de los ritmos fundamentales, las formas reales de reglamentación de la sexualidad tienen una autonomía considerable. Los métodos formales para reglamentar la vida sexual varían según las épocas, dependiendo de la importancia de la religión, la función variable del Estado, la existencia o no de un consenso moral que reglamente los esquemas del matrimonio, las tasas de divorcio y la incidencia de la no ortodoxia sexual. Uno de los cambios más importantes de los últimos cien años ha sido que las iglesias se han alejado de la reglamentación moral y se ha dado un modo más laico de organización a través de la medicina, la educación, la psicología, el trabajo social y las prácticas de asistencia social. También es importante reconocer que los efectos de estas acciones no necesariamente están predeterminados. En no pocas ocasiones la vida sexual se modifica por las consecuencias no deliberadas de la acción social tanto como por la intención de sus autores. Las leyes que prohíben la aparición de publicaciones obscenas suelen conducir a juicios que acaban haciéndoles publicidad. Prohibir las películas eróticas les da una fama que tal vez de otra manera no merecerían. Y, hablando de temas más serios, las leyes diseñadas para controlar la conducta de algunos grupos de personas pueden en realidad provocar un mayor sentido de identidad y cohesión entre ellos. Esto parece lo que sucedió cuando se deputaron las leyes relacionadas con la homosexualidad masculina a fines del siglo XIX (19).
Pero no sólo los métodos formales configuran la sexualidad; hay muchos esquemas informales y consuetudinarios que son igualmente importantes. Las formas tradicionales de reglamentación del galanteo adolescente pueden ser medios fundamentales de control social. Es muy difícil romper con el consenso de la comunidad en que uno vive o del grupo de compañeros en la escuela, y esto es tan cierto hoy como lo fue en las sociedades preindustriales. Un lenguaje de abuso sexual (“chica fácil” y “golfa”) funciona para mantener en orden a las muchachas y para reforzar las distinciones convencionales entre las que lo hacen y las que no. Tales métodos informales, reforzados por los que se adhieren estrictamente a las reglas, suelen producir, según las normas contemporáneas, diversas manifestaciones extravagantes de conducta sexual. Un ejemplo de ello está en la forma tradicional de galanteo hasta el siglo XIX en algunas partes de Inglaterra y Gales, conocida como bundling , que incluía ritos íntimos de juegos sexuales en la cama, pero con la ropa puesta. Más cerca de nuestra época podemos encontrar el fenómeno igualmente exótico del besuqueo, que depende de la idea de que si bien el coito en público es tabú, pueden emprenderse otras formas de juego íntimo que no están definidas como el acto sexual. Kinsey señaló a principios de los años cincuenta que:
A los viajeros extranjeros a veces les asombra la abierta exhibición de actividades tan obviamente eróticas (…). Es cada vez más frecuente observar el besuqueo en medios de transporte tan públicos como autobuses, tranvías y aviones. Los otros pasajeros han aprendido a ignorar tales actividades si se realizan con alguna discreción. A veces se llega al orgasmo con el besuqueo que ocurre en esos lugares públicos (20).
En estos fenómenos hay reglas complejas implícitas, aunque sólo semiconscientes, que limitan lo que puede y lo que no puede hacerse. Métodos informales de reglamentación como éstos pueden tener efectos sociales importantes, por ejemplo, limitar los embarazos ilegítimos. En el pasado, con frecuencia han sido impuestos mediante prácticas tradicionales de avergonzamiento, rituales de humillación y burla públicos –algunos ejemplos son la “cencerrada” y la “música turbulenta”- que sirven para reforzar las normas de la comunidad.
Intervenciones políticas
Estos métodos formales e informales de control existen dentro de un marco político que va cambiando. El equilibrio de las fuerzas políticas en un momento dado puede determinar el grado de control legislativo o la intervención moral en la vida sexual. El clima social general proporciona el contexto en que algunos asuntos adquieren más importancia que otros. La existencia de “líderes de opinión” hábiles, capaces de articular y hacer surgir corrientes incipientes de opinión, puede ser decisiva para hacer que se cumpla la legislación existente o para idear una nueva. El éxito reciente de la nueva derecha en Estados Unidos para lograr que se estableciera un programa de conservadurismo sexual, movilizando a la sociedad contra los liberales y/o desviados sexuales, ejemplifica las posibilidades de movilización política en torno al sexo.
Culturas de Resistencia
Pero la historia de la sexualidad no es una simple historia de control; también es una historia de oposición y resistencia frente a los códigos morales. Las formas de reglamentación moral hacen surgir culturas de resistencia. Un ejemplo excelente de éstas se encuentra en las redes de información de mujeres acerca de los métodos de control de la natalidad, sobre todo del aborto. Como ha dicho Angus Aclaren: “Al estudiar las ideas sobre el aborto, se pueden vislumbrar aspectos de una cultura sexual femenina distinta, que apoya la independencia y la autonomía de las mujeres respecto de médicos, moralistas y esposos”.
La historia de esta sabiduría paralela es muy larga. Un ejemplo clásico se encuentra en el diseminado uso del compuesto de plomo a fines del siglo XIX y principios del XX en la región central de Inglaterra. Ampliamente utilizado como antiséptico, accidentalmente se descubrió que también servía para inducir el aborto, y hay pruebas de que fue empleado como profiláctico por mujeres de la clase obrera hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial (21).
Podemos encontrar otros ejemplos de resistencia cultural en el surgimiento de las subculturas y redes establecidas por minorías sexuales. A través de la historia de Occidente se observa una larga historia de subculturas de homosexualidad masculina, manifiesta, por ejemplo, en pueblos italianos de fines del Medioevo, y en Inglaterra desde fines del siglo XVII. Esto ha sido fundamental para el surgimiento de las identidades homosexuales modernas, que se han formado en gran parte en estas redes sociales amplias. En épocas más recientes, durante aproximadamente los últimos cien años, ha habido una serie de movimientos políticos de oposición explícita, organizados en torno a la sexualidad y a asuntos sexuales. El ejemplo clásico es el feminismo. Pero, además, las investigaciones históricas recientes han demostrado la existencia, desde mucho antes, de movimientos de reforma sexual que suelen estar estrechamente vinculados con campañas en favor de los derechos homosexuales: los movimientos modernos de gays y lesbianas tienen antecedentes que se remontan al siglo XIX en el caso de países como Alemania y Gran Bretaña (22).
Lo que con tanta confianza conocemos como “sexualidad” es, así, el producto de múltiples influencias e intervenciones sociales. No existe fuera de la historia, sino que es un producto histórico. A esto nos referimos cuando hablamos de la “construcción social” de la sexualidad.
Notas:
1.- Sue Cardedge y Joana Ryan (comps.), Sex and Love. New Thoughts on Old Contradictions . Londres, The Women's Press, 1983, p.1.
2.- Bronislaw Malinowski, Sex, Culture and Mith , op.cit., pp. 120 y 127.
3.- Lawrence Stone, The Family, Sex and Marriage in England 1500-1800, Londres, Weidenfeld & Nicolson1977, p. 15.
4.- Ellen Ross y Rayna Rapp, “Sex and Society: A Research Note from Social History and Antropology”, en Ann Snitow, Christine Stancell y Sharon Thompson (comps.), Desire: The politics of Sexuality , Londres, Virago, 1984. La edición para Estados Unidos fue publicada con el título Powers of Desire: The Politics of Sexuality , Nueva York, Monthly Review Press, 1983.
5.- Jeremy Cherfas y John Gribbin, The Redundant Male , Londres, The Bodley Head, 1984.
6.- Plummer, op. cit.
7.- Véase, por ejemplo, J.C. Messenger, “Sex and Repression in an Irish Folk Community”, en D.S. Marshall y R.C Suggs, Human Sexual Behavior: Variations across the Ethnographic Spectrum , Londres, Basic Books, 1971.
8.- Abdelwahab Bouhdiba, Sexuality in Islam, trad. Alan Sheridan, Londres, Routledge & Kegan Paul, 1985, pp. 159 y 200.
9.- Dennis Altman, The Homosexualization of America . The Americanization of the Homosexual, Nueva York, St. Martin 's Press, 1982. Para una evaluación del impacto del sida, véase cap. 5 del libro “Sexualidad” de Jeffrey Weeks.
10.- C. S. Ford y F. A. Beach, Patterns of Sexual Behavior , Londres, Methuen , 1965 (1ª. Ed. 1952). (Versión en castellano: Conducta Sexual , Barcelona, Fontanella, 1972.) Kinsey et al., op. cit . Véanse los comentarios en Michael Argyle y Monika Henderson en The Anatomy of Relationships , Londres, Heinemann, 1985, p. 159.
11.- F. Edholm, “The Unnatural Family”, en Elizabeth Whitelegg et al., The Changing Experience of Women , Oxford, Martin Robertson, 1982.
12.- Véase el resumen en Ford y beach, op. Cit.
13.- Bronislaw Malinowski, The Sexual Life of Savages, Londres, Routledge & Kegan Paul, 1929. (Versión en castellano: La vida sexual de los salvajes del noroeste de la Melanesia, Madrid, Morata, 1975.)
14.- Kenneth Plummer, “Sexual Diversity: a Sociological Perspective”, en K. Howells (comp.), Sexual Diversity, Oxford , Blackwell, 1984.
15.- Jean Renvoize, Incest: A Family History , Londres, Routledge & Kegan Paul, 1982.
16.- Marshall Sahlins, The Use and Abuse of Biology: An Antropological Critique of Sociobiology , Londres, Tavistock, 1976, p. 75.
17.- Para más detalles véase el análisis de Jeffrey Weeks, Sex, politics and Society: The Regulation of Sexuality Since 1800 , Harlow , Longman, 1981, cap. 4.
18.- Véase Diana Gittins, Fair Sex: Family Size and Structure 1900-1939 , Londres, Hurchinson, 1982.
19.- Véase Weeks, Coming Out, Homosexual Politics in Britain from the 19 th Century to the Present , Londres, Quartet, 1977.
20.- Kinsey et al, op. cit., p. 259.
22.- Angus McLaren, Reproductive Rituals , Londres, Methuen , 1984, p. 147, y Birth Control in Nineteenth Century England , Londres, Croom Helm, 1978, p. 390.
23.- Véase Jeffrey Weeks, Coming Out…
1.- Sue Cardedge y Joana Ryan (comps.), Sex and Love. New Thoughts on Old Contradictions . Londres, The Women's Press, 1983, p.1.
2.- Bronislaw Malinowski, Sex, Culture and Mith , op.cit., pp. 120 y 127.
3.- Lawrence Stone, The Family, Sex and Marriage in England 1500-1800, Londres, Weidenfeld & Nicolson1977, p. 15.
4.- Ellen Ross y Rayna Rapp, “Sex and Society: A Research Note from Social History and Antropology”, en Ann Snitow, Christine Stancell y Sharon Thompson (comps.), Desire: The politics of Sexuality , Londres, Virago, 1984. La edición para Estados Unidos fue publicada con el título Powers of Desire: The Politics of Sexuality , Nueva York, Monthly Review Press, 1983.
5.- Jeremy Cherfas y John Gribbin, The Redundant Male , Londres, The Bodley Head, 1984.
6.- Plummer, op. cit.
7.- Véase, por ejemplo, J.C. Messenger, “Sex and Repression in an Irish Folk Community”, en D.S. Marshall y R.C Suggs, Human Sexual Behavior: Variations across the Ethnographic Spectrum , Londres, Basic Books, 1971.
8.- Abdelwahab Bouhdiba, Sexuality in Islam, trad. Alan Sheridan, Londres, Routledge & Kegan Paul, 1985, pp. 159 y 200.
9.- Dennis Altman, The Homosexualization of America . The Americanization of the Homosexual, Nueva York, St. Martin 's Press, 1982. Para una evaluación del impacto del sida, véase cap. 5 del libro “Sexualidad” de Jeffrey Weeks.
10.- C. S. Ford y F. A. Beach, Patterns of Sexual Behavior , Londres, Methuen , 1965 (1ª. Ed. 1952). (Versión en castellano: Conducta Sexual , Barcelona, Fontanella, 1972.) Kinsey et al., op. cit . Véanse los comentarios en Michael Argyle y Monika Henderson en The Anatomy of Relationships , Londres, Heinemann, 1985, p. 159.
11.- F. Edholm, “The Unnatural Family”, en Elizabeth Whitelegg et al., The Changing Experience of Women , Oxford, Martin Robertson, 1982.
12.- Véase el resumen en Ford y beach, op. Cit.
13.- Bronislaw Malinowski, The Sexual Life of Savages, Londres, Routledge & Kegan Paul, 1929. (Versión en castellano: La vida sexual de los salvajes del noroeste de la Melanesia, Madrid, Morata, 1975.)
14.- Kenneth Plummer, “Sexual Diversity: a Sociological Perspective”, en K. Howells (comp.), Sexual Diversity, Oxford , Blackwell, 1984.
15.- Jean Renvoize, Incest: A Family History , Londres, Routledge & Kegan Paul, 1982.
16.- Marshall Sahlins, The Use and Abuse of Biology: An Antropological Critique of Sociobiology , Londres, Tavistock, 1976, p. 75.
17.- Para más detalles véase el análisis de Jeffrey Weeks, Sex, politics and Society: The Regulation of Sexuality Since 1800 , Harlow , Longman, 1981, cap. 4.
18.- Véase Diana Gittins, Fair Sex: Family Size and Structure 1900-1939 , Londres, Hurchinson, 1982.
19.- Véase Weeks, Coming Out, Homosexual Politics in Britain from the 19 th Century to the Present , Londres, Quartet, 1977.
20.- Kinsey et al, op. cit., p. 259.
22.- Angus McLaren, Reproductive Rituals , Londres, Methuen , 1984, p. 147, y Birth Control in Nineteenth Century England , Londres, Croom Helm, 1978, p. 390.
23.- Véase Jeffrey Weeks, Coming Out…
Este texto fue tomado del libro “Sexualidad” de Jeffrey Weeks, editorial Paidós, UNAM, México.
( y yo lo tomé de acá)