viernes, 25 de septiembre de 2009

Foucault x 3 (2 videos y un texto controvertido)



¿ES INÚTIL SUBLEVARSE?
«Inutile de se soulever?», en Le Monde, n° 10.661, 11-12 de mayo de 1979, págs. 1-2.
«Para que el sha se vaya, estamos dispuestos a morir a milla­res», decían los iraníes, el verano pasado. Y el ayatolá, estos días: «Que sangre Irán, para que la revolución sea fuerte».
Extraño eco entre estas dos frases que parecen encadenarse. ¿El horror de la segunda condena la embriaguez de la primera?
Las sublevaciones pertenecen a la historia. Pero, en cierto modo, se le escapan. El movimiento mediante el cual un solo hombre, un grupo, una minoría o un pueblo entero dice: «no obedezco más», y arroja a la cara de un poder que estima injusto el riesgo de su vida —tal movimiento me parece irreductible—. Y ello porque ningún poder es capaz de tornarlo absolutamente imposible: Varsovia siempre tendrá su gueto sublevado y sus cloacas pobladas de insur­gentes. Y también porque el hombre que se alza carece finalmente de explicación; hace falta un desgarramiento que interrumpa el hilo de la historia, y sus largas cadenas de razones, para que un hombre pueda «realmente» preferir el riesgo de la muerte a la cer­teza de tener que obedecer.
Todas las formas de libertad adquiridas o reclamadas, todos los derechos que se hacen valer, incluso los relativos a cosas aparente­mente menos importantes tienen, sin embargo, ahí un último punto de anclaje, más sólido y más próximo que los «derechos naturales». Si las sociedades se mantienen y viven, es decir, si los poderes no son en ellas «absolutamente absolutos», es porque, tras todas las acepta­ciones y las coerciones, más allá de las amenazas, de las violencias y de las persuasiones, cabe la posibilidad de ese movimiento en el que la vida ya no se canjea, en el que los poderes no pueden ya nada y en el que, ante las horcas y las ametralladoras, los hombres se sublevan.
Puesto que es así «fuera de la historia» y en la historia, dado que cada cual allí se las ve en la vida y en la muerte, se comprende por qué las sublevaciones han podido encontrar tan fácilmente su expresión y su dramaturgia en las formas religiosas. Promesa del más allá, retorno del tiempo, espera del salvador o del imperio de los últimos días, reino por completo del bien, todo esto ha consti­tuido durante siglos, allí donde la forma de la religión se prestaba a ello, no un ropaje ideológico, sino la manera misma de vivir las sublevaciones.
Llegó la era de la «revolución». Desde hace dos siglos, ésta ha do­minado la historia, ha organizado nuestra percepción del tiempo, ha polarizado las esperanzas. Ha constituido un gigantesco esfuerzo por aclimatar la sublevación en el interior de una historia racional y dominable: la revolución le ha dado una legitimidad, ha hecho la se­lección de sus buenas y malas formas, ha definido las leyes de su de­sarrollo; le ha fijado condiciones previas, objetivos y maneras de cumplirse. Se ha definido, incluso, la profesión de revolucionario. Al repatriar de este modo la sublevación, se ha pretendido hacerla aparecer en su verdad y conducirla hasta su término real. Maravi­llosa y temible promesa. Algunos dirán que la sublevación se ha en­contrado colonizada en la Real-Politik. Otros, que se le ha abierto la dimensión de una historia racional. Yo prefiero la pregunta que Horckheimer planteaba en otra ocasión, pregunta ingenua, y un poco febril: «Pero, ¿es, pues, tan deseable, esta revolución?».
Enigma de la sublevación. Para quien buscaba en Irán, no las «razones profundas» del movimiento, sino la manera en que era vi­vido, para quien intentaba comprender lo que pasaba en la cabeza de estos hombres y de estas mujeres cuando arriesgaban su vida, una cosa resultaba chocante. Su hambre, sus humillaciones, su odio al régimen y su voluntad de derribarlo les inscribían en los confines del cielo y de la tierra, en una historia soñada que era tan religio­sa como política. Se enfrentaban a los Pahlavi en una partida en la que para cada uno estaba en juego su vida y su muerte, pero también estaban en juego sacrificios y promesas milenarias. Y hasta tal punto, que las famosas manifestaciones, que jugaron un papel tan importante, podían a la vez responder realmente a la amenaza del ejército (hasta paralizarlo), desarrollarse según el ritmo de las ceremonias religiosas y, finalmente, remitir a una dramaturgia intemporal en la que el poder es siempre maldito. Extraña superposición que hacía surgir en pleno siglo XX un mo­vimiento lo suficientemente fuerte como para derribar al régimen en apariencia mejor armado, mientras que estaba extremadamente próximo a los viejos sueños que Occidente conoció en otro tiempo, cuando se querían inscribir las figuras de la espiritualidad en el suelo de la política.
Dos años de censura y de persecución, una clase política orilla­da, partidos prohibidos, grupos revolucionarios diezmados: ¿sobre qué, sino sobre la religión, podían apoyarse el desasosiego y des­pués la rebelión de una población traumatizada por el «desarro­llo», la «reforma», la «urbanización» y todos los otros fracasos del régimen? Es verdad, pero, ¿cabía esperar que el elemento religioso se borrara enseguida en provecho de fuerzas más reales y de ideo­logías menos «arcaicas»? Sin duda no, y por varias razones.
En primer lugar, el rápido éxito del movimiento, el acomodo en la forma que había tomado. Estaba, a su vez, la solidez institucio­nal de un clérigo cuyo imperio sobre la población era fuerte; y sus ambiciones políticas, vigorosas. Se daba todo el contexto del mo­vimiento islámico: por las posiciones estratégicas que ocupa, las claves económicas que detentan los países musulmanes, y su pro­pia fuerza de expansión en dos continentes, se constituye, en torno a Irán, una realidad intensa y compleja. Hasta el punto de que los contenidos imaginarios de la rebelión no se disiparon a la luz de la revolución. Fueron inmediatamente transpuestos en una escena política que parecía completamente dispuesta a recibirlos pero que, de hecho, era por completo de otra naturaleza. Sobre esta es­cena se mezclan lo más importante y lo más atroz: la formidable esperanza de volver a hacer del islam una gran civilización viva, y formas de xenofobia virulenta; los envites mundiales y las rivalida­des regionales, Y el problema de los imperialismos. Y la sujeción de las mujeres, etc.
El movimiento iraní no ha sufrido esta «ley» de las revoluciones que, según parece, haría aflorar bajo el entusiasmo ciego la tira­nía que ya en secreto las habitaba. Lo que constituía la parte más in­terior y más intensamente vivida de la sublevación afectaba sin intermediario a un tablero político sobrecargado. Pero este contac­to no es identidad. La espiritualidad a la que se referían los que iban a morir no tiene parangón con el gobierno sangriento de un elegido integrista. Los religiosos iraníes quieren autentificar su ré­gimen mediante las significaciones que tenía la sublevación. No se hace otra cosa que la que hacen ellos descualificando el hecho de la sublevación porque hoy haya un gobierno de mulás. Tanto en un caso como en otro, hay «miedo». Miedo de lo que acaba de pasar el último otoño en Irán y de lo que el mundo desde hace tiempo no había dado ejemplo.
De ahí, justamente, la necesidad de hacer resurgir lo que hay de no reductible en tal movimiento. Y de profundamente amenazante tanto para el despotismo de hoy como de ayer.
Ciertamente, no da ninguna vergüenza cambiar de opinión pero no hay ninguna razón para decir que se cambia cuando se está hoy contra la amputación de manos, tras haber estado ayer contra las torturas de la Savak.
Ninguno tiene derecho a decir: «rebélese usted por mí, se trata de la liberación final de todo hombre». Pero no puedo estar de acuerdo con quien dijera: «Es inútil sublevarse, siempre será lo mismo». No se hace la ley para quien arriesga su vida ante un poder. ¿Se tiene o no razón para rebelarse? Dejemos la cuestión abierta. Hay subleva­ción, es un hecho; y mediante ella es como la subjetividad (no la de los grandes hombres, sino la de cualquiera) se introduce en la his­toria y le da su soplo. Un delincuente pone su vida en la balanza contra los castigos abusivos; un loco ya no puede ser encerrado y despojado; un pueblo rechaza el régimen que le oprime. Esto no hace inocente al primero, ni cura al otro ni asegura al tercero los mañanas prometidos. Por otra parte, nadie es obligado a ser solida­rio. Nadie es obligado a encontrar que esas voces confusas cantan mejor que las otras y dicen el fondo último de lo verdadero. Basta que existan y que tengan contra ellas todo lo que se empeña en ha­cerlas callar, para que tenga sentido escucharlas y buscar lo que quieren decir.
¿Cuestión de moral? Quizás. Cuestión de realidad, sin duda. Todos los desencadenamientos de la historia no lograrán al respecto nada: porque hay tales voces es por lo que justamente el tiempo de los hom­bres no tiene la forma de la evolución, sino la de la «historia».
Esto es inseparable de otro principio: siempre es peligroso el po­der que un hombre ejerce sobre otro. Yo no digo que el poder, por naturaleza, sea un mal; digo que el poder, por sus mecanismos, es infinito. Las reglas nunca son lo suficientemente rigurosas como para limitarlo: y los principios universales nunca lo suficientemen­te estrictos para desasirlo de todas las ocasiones en las que se am­para. Al poder hay que oponerle siempre leyes infranqueables y de­rechos sin restricciones.
Los intelectuales, en estos tiempos, no tienen buena «prensa»; creo poder emplear esta palabra en un sentido bien preciso. No es pues el momento de decir que no se es intelectual. Si se me pregun­ta cómo concibo lo que hago, respondería: si el estratega es el hom­bre que dice: «qué importa tal muerte, tal grito, tal sublevación con relación a la gran necesidad de conjunto y qué me importa además tal principio general en la situación particular en la que estamos», pues, entonces, me es indiferente que el estratega sea un político, un historiador, un revolucionario, un partidario del sha, del ayatolá; mi moral teórica es inversa. Es «antiestratégica»: ser respetuoso cuando una singularidad se subleva, intransigente desde que el poder transgrede lo universal. Elección sencilla y dificultosa labor, puesto que es preciso a la vez acechar, un poco por debajo de la historia, lo que la rompe y la agita, y vigilar, un poco por detrás de la política, sobre lo que debe limitarla incondicionalmente. Des­pués de todo, ése es mi trabajo: no soy ni el primero ni el único en hacerlo. Pero yo lo he escogido.


sábado, 19 de septiembre de 2009

ludditas sexuales on the air (on line)


Nos dirigimos a lxs insatisfechxs y a lxs que dudan. A los descontentxs consigo mismxs, a aquellxs que sienten el peso de cientos y cientos de siglos de convencionalismos y prejuicios. A aquellxs que tienen sed de verdadera vida, de libertad de movimiento, de actividad real y que no encuentran alrededor más que maquillaje, conformidad y servilismo. A aquellxs que quieren conocerse más íntimamente. A los inquietxs, atormentadxs, a lxs que buscan sensaciones nuevas, a lxs experimentadores de formas inéditas de felicidad individual. A lxs que no creen nada de lo que fue demostrado.
http://www.unaradio.com.ar/programa/ludditas-sexuales-1

Ludditas Sexuales no es un programa de radio; sino fascículos coleccionables radiofónicos sobre la deconstrucción o la destrucción de los mandatos sexuales, del statu quo sobre el amor sentimentaloide y romanticón almibarado, de los estereotipos sexuales y de género.
Ludditas Sexuales es un grupo de amigxs, afines, que tienden hacia la anarquía, hacia un anarquismo nuevo, anti-dogmático y que se apoyan para ello en la camaradería, en el cariño, y en el compartir.
Ludditas Sexuales no baja líneas ni planta banderas, sino que apuesta a romper las máquinas sexuales instituidas que operan en nuestras cabezas y formatean nuestros cuerpos, para construir otras máquinas guerreras y deseantes que ataquen a ese sistema (el luddismo nunca se opuso a la tecnología, hay una hechura interesada de la historia que se nos ha venido contando sobre lxs "destructores de máquinas") .
Ludditas Sexuales no es un grupúsculo de illuminati, sino una banda de amigxs que construyen con cada paso, con cada acción, cada debate, redes y afinidad para destruir los dogmas sexuales y re-pensar revoltosamente la sexualidad.
Fanny Pistor

lunes, 14 de septiembre de 2009

honeybabysweetnessdarlingi'myourlittlegirl



Sleater-Kinney: I'm Not Waiting

i'm not waiting till i grow up

i'm not waiting till i grow up

to be a woman to be a woman

honeybabysweetnessdarlingi'myourlittlegirl

yourwordsarestickystupidrunningdownmylegs

i'm not waiting till i throw up

i'm not waiting till i grow up

go out on the lawn put your swimsuit on

go out on the lawn put your swimsuit

to be a woman to be a woman

honeybabysweetnessdarlingi'myourlittlegirl

yourwordsarestickystupidrunningdownmylegs

i'm not waiting till i grow up

i'm not waiting till i grow up

viernes, 4 de septiembre de 2009

Recuperar la infancia contra la pueril infantilización del capital



Este texto fue publicado en el libro ¿Quién habla? Lucha y explotación del alma en los Calls Centers (Tinta Limón Ediciones - 2006), y su escritura implicó la construcción de un nuevo colectivo que reunió a jóvenes teleoperadores con algunos integrantes del Colectivo Situaciones.

Notas sobre infantilización
Ciertos modos de pensar prefieren las ideas prácticas: no buscar la “idea justa”, sino justamente “una idea”; al menos una. Se trata de un realismo: dado que no es tan simple producir ideas, cuando surge una, lo mejor es valorarla, aprovecharla. Busquemos una idea, sólo una, pero “que se la banque”. Una idea que soporte ser interrogada desde varios costados y, sobre todo, que pueda ser utilizada por las luchas de manera sostenida. Una idea tal no tiene la exigencia de ser buenísima, ni super original, ni ultrasofisticada y, sobre todo, no tiene por qué ser nuestra. Con el sólo hecho de que exista y se nos ofrezca, sobra. Lo que sí tiene que tener es potencia de realidad. Y bien, esa idea, proponemos, es: el capital infantiliza. Fenómeno viejo y conocido, pero actualizado en todas aquellas áreas que podríamos llamar de “nuevo” capitalismo, o mejor, de nuevos modos de explotación del capitalismo.
Cuando nuestras capacidades sólo están para obedecer
Si toda idea puede presentarse en su desnuda sencillez, queda en el lector reintegrarle su complejidad real, sin la cual –como ocurre con las vidas humanas– ella no podría existir en el mundo. La sencillez no funciona si no es suficientemente capaz de soportar un carácter relacional, abstracto, plural y dinámico.
A lo largo de esta publicación hablamos de muchas maneras de “posfordismo”, o “nuevo capitalismo”, o “nuevos modos de explotación”; o bien de “explotación del alma”. Habría más posibilidades, tales como “capitalismo cognitivo”, “cultural informático” o “flexible”. Bajo todos estos nombres nos referiremos a lo mismo: al hecho de que el proceso de producción desarrollado a nivel global durante las últimas tres décadas, tiende cada vez más a incorporar –como nunca antes– la totalidad de las facultades vitales al proceso de explotación: sea la capacidad del lenguaje como la aptitud de la conversación; sea la disponibilidad a prestar atención, a preguntar, a estar presente, a gestionar los afectos, los gestos o bien la facultad de producir imágenes y relaciones; de producir organización y lectura de información y demás posibilidades que ponen en el centro a la comunicación.
Cuando el capital pone a trabajar la vida en su conjunto, cuando lo que ingresa en la esfera de la explotación son las aptitudes comunicativas mismas de lo humano, decimos que la producción capitalista infantiliza: subordina nuestras facultades vitales a un guión preestablecido, a un conjunto de consignas que obedecer, a jerarquías artificiales en el lugar de trabajo; obliga a un tipo de vida completamente sometido, que nos expropia nuestra capacidad de problematizar, de formular preguntas e inventar respuestas, de modular el espacio dialógico de la existencia.
Esclavitud del alma (ya no sólo del cuerpo)
No es nuevo que el capitalismo esclavice. Lo nuevo es que lo esclavizado ya no sea sólo puro cuerpo mudo, repetición muscular, que hemos conocido de modo mayoritario en el régimen de trabajo de la fábrica durante las décadas pasadas. Ahora se agrega la esclavitud del alma: la potencia de vínculo, de innovación, de charla, de percepción, de invención cotidiana, de memoria, de habla.
Todas aquellas aptitudes creativas que ponemos en juego a lo largo de nuestras vidas, en cualquier situación, en las más cotidianas, son ahora puestas a trabajar, puestas a obedecer. Precisamente cuando lo que se esclaviza ahora es el lenguaje, la mente, las fuerzas de creación, la subordinación toma esta forma infantilizada, en la que quien puede hablar no tiene nada para decir y quien debe enfrentar los problemas los encuentra ya planteados. Hay que estar atentos a las consignas. Hemos vuelto a la escuela. ¡Atentos, atentos a la consignas!
Por debajo del mito posmoderno de la libertad y los usos flexibles del tiempo y las potencias creativas de la especie humana, se despliega una línea dura, que gestiona el alma con las mismas técnicas de subordinación utilizadas para el cuerpo: la repetición infinita (“en algún momento todo se vuelve tan mecánico que tu mente va por un lado y tus palabras por el otro”), la eliminación de tiempos muertos, la introducción de sistemas tecnológicos de control y registro, que tienden a volver el trabajo mental un apéndice de tales sistemas, la gestión centralizada de los horarios –incluso los horarios básicos para ir al baño. La flexibilidad se pone al servicio de las más dura de las rigideces. El mando unificado sobre los hábitos mas básicos, del uso del tiempo y del espacio, y los malos tratos, articulan los rasgos más elementales del “nuevo” capitalismo.
Las jerarquías del capital espiritualizado
Por debajo del “manager”, el virtuoso de las redes, el héroe posmoderno del capital global, se desarrolla una compleja pirámide fractal de figuras que abarcan los departamentos de ventas de las empresas, las oficinas de marketing y las agencias de publicidad, las encuestadoras y los cazadores de tendencias, la lectura micro del deseo de los consumidores, el desarrollo de tecnologías de detección y medida de los hábitos de las personas segmentadas en nichos de mercado –micromercados-, los diseñadores de las marcas, los creativos que desarrollan conceptos en imágenes, con el fin de capturar nuestra atención y regular así el modo de satisfacer “nuestras inquietudes”.
Pero el alma tiene también su parte baja, sujetada a las decisiones de los “grandes”. Allí, en los “talleres” del espíritu, se desarrolla de manera intensificada el tratamiento de las subjetividades obedientes, consideradas incapaces de darse por sí mismas –y en la velocidad requerida– las estrategias aptas para lidiar con el cambio constante, y de desarrollar formas de implicación sin estar obligadas a ello.
Partes alta y baja del alma: ellas constituyen el espíritu del capital. Su zona espiritual. La red densa y dinámica en la cual se desarrolla la gestión del tiempo y del espacio. La que controla los procesos de intercambio e innovación, y su momento bajo, donde la infantilización es más violenta, en tanto la exigencia de obediencia es mas radical.
El capital espiritualizado simula aborrecer la figura del trabajo: todo debe ser libre creación, o parecerlo. Se opone al trabajo, por sus huellas corporales, y quisiera subordinarlo como su parte mas baja, sucia, material. Pero no es así. No hay parte espiritual y parte material de un modo tan puro. Bajo la apariencia de la libre creación persiste la gestión esclavizante de las facultades vitales. El dualismo alma/cuerpo (creación/trabajo) funciona mal, la vida es mezcla. Y lo cierto es que dentro mismo de la zona “espiritualizada” del capital se desarrollan fenómenos hipercrudos de explotación del trabajo: la gestión de las almas es un fenómenos completamente visible (los buenos modales y la sonrisa de los que atienden en los Mc Donald’s) y audible (la “sonrisa telefónica” de los chico/as de los call centers), etc.
“Somos una familia” (somos buenos alumnos)
La infantilización es la vida puesta a obedecer consignas. Hay una infantilización propiamente de mercado. Cada uno de nosotros es pensado, cotidianamente, por un conglomerado de “amigos” preocupados por nuestras necesidades y deseos. Nos viven ofreciendo lo que precisamos, incluso antes de precisarlo. Piensan en nosotros. Nos hablan en primera persona. Nos conocen mejor que nosotros mismos. De golpe, como cuando éramos niños, nos sorprenden con una nueva oferta que anticipa nuestro “aburrimiento”: “¿quieren esto, quieren aquello?...”. Evidentemente nos quieren mucho. Nos preguntan qué querríamos, cómo preferiríamos que fueran los próximos envases de shampú. Investigan nuestros hábitos para diseñar productos más cómodos y efectivos. ¿Qué otro “amigo” piensa tanto en nosotros?
Hay también una infantilización político-pedagógica. Cuando obedecemos, es porque hay gente que sabe más que nosotros. Nos enseñan. Alguna vez también nosotros podremos enseñar a otros, pero por ahora, digamos, tenemos la suerte de poder aprender. Otros ni siquiera tienen esta oportunidad. Los maestros, lo sabemos, son los más capaces, los que saben más. Los padres, los maestros, los sacerdotes, los gurúes, los que saben, los hermanos mayores, piensan por nosotros. Nos resuelven los problemas. Un buen político, un buen gestor, debe ser ante todo un buen profesor. Cuando el saber se propone como poder, el poder se disfraza de saber.
Hay también una infantilización en el trabajo, completamente desarrollada por la empresa: ella dice “somos una familia”, y apela a momentos ¡muy familiares! Jugar al rugby, hacer regalos... pero también a los sentimientos de culpa y obligación y, sobre todo, ¡a los valores de la familia! Fidelidad, identidad, reconocimiento, separación de un adentro afectivo y un afuera hostil, pertenencia... “todo se habla acá”.
Habrán más modos de infantilizar, seguramente. Pero en todos los casos, la infantilización es un procedimiento de subordinación tanto más necesario cuanto más maduras están las fuerzas, las personas y sus relaciones. Se infantiliza (insistimos: no sólo en las empresas en donde se trabaja, sino a través de una red mas extensa que va de las agencias de publicidad al psiquiátrico), porque se trata de controlar las opciones y la movilidad de las fuerzas de la cooperación productiva, de la potencia pública y política de las vidas, de la innovación general y del consumo.
No hay dos sin Tres (lógica de la infantilización)
El diagrama espacio temporal de la infantilización tiene una matemática propia. No se la puede calcular libremente. Como todo en ella, para entenderla, ya hay que obedecer: primer término, término de inicio.
Primer axioma: Uno. partimos de Uno. Uno está sólo, o al menos eso parece. Digamos que uno “sos vos”. Así, en segunda persona del singular (porque la tercera del singular está oculta, asignando tu lugar en la nada). Vos, solo. Este es el inicio, el primer término. Tu soledad es más tremenda cuanto los otros están demasiado lejos. Separados. Los ves, querés tocarlos, pero no podés porque estás como hundido. Bueno, no “como hundido” sino precisamente hundido. En un agujero negro. El agujero es ese espacio en que se es totalmente separado, o sea, en el que casi no se es. En el que se está-Uno. Allí no se puede tocar ni ser tocado: la desesperación por tocar y sentir lleva al choque. Este espacio prologa a la infantilización. Es su premisa, y primer momento. Su gestión –porque se trata de una nada, pero una nada gestionada– es cuasi-carcelaria. Es la zona más oscura de la sociedad de control.
Segundo axioma. Tres. Del uno al Tres (para entender, hay que obedecer). Para salir del agujero, buscamos el dos. Pero no hay dos sin Tres: el perverso orden geométrico del capital: para salir de la soledad controlada, pasamos a la dualidad controlada, a la paridad regulada, al Dos gestionado por un Tercero. El Tercero que controla la comunicación, que pone reglas (el “no porque no”), que regula lo que se dice. El Tercero que guiona. El Tercero en nombre del cual se habla. El Tercero que aparece como marca, como supervisión, como sistema de código. Ya no estamos solos. Ahora podemos hablar, comunicarnos, sólo que... sólo en la medida y bajo la forma que el Tercero indica. El Tercero muestra, prohíbe, incita, controla. El Tercero precisa del Dos, pero jamás del Dos sin Tres. El Tercero es el sujeto que se cree libre, quien controla el proceso, quien hace hablar, quien pauta los términos y los tiempos de la comunicación. Matemática del call center.
Tercer axioma (excluido, prohibido): La del dos que deviene Tres, sin que este Tres sea la figura del control. Se trata del axioma completamente prohibido en la aritmética del posfordismo. El dos, se relaciona. Pero ya no por mandato del Tercero del control, sino por sí mismo. Pero ese sí mismo, alude también a un tercero. Un tercero diferente, contingente, un tercero que “pasa por ahí”, que se interesa, al que se le habla y se lo conmina a ser parte, a escuchar, a ver, a participar. Este tercero es el público, o mejor, lo que hace esfera pública. No el “viejo” Tercero del estado. Tampoco el “nuevo” Tercero del capital. Un Tercero que somos nosotros siendo a la vez acto y público, planteamiento y resolución de los problemas, lógica de la innovación.
Pantalla-imagen-información (la nueva superficie)
¿Cómo se captura el deseo en el proceso de infatilización? ¿Qué conjunto de operaciones se montan sobre él? ¿Dónde rastrear prohibiciones, identificaciones, y todo el habitual juego de reglas, adhesiones y bloqueos? ¿Puede la tecnología de la pantalla y la información sustituir, aunque sea parcialmente, la escena doméstica y familiar en la que se introyectan las imágenes socialmente dominantes, y en la que se aprende a cargar de afectos diversos la obediencia, en plena infancia?
No estamos en una esfera psicológica, sino en una directamente política: ¿cómo gestiona el deseo y cómo produce obediencia el capital infantilizante?
Una hipótesis. El capitalismo posfordista o cognitivo, genera obediencia a partir de los usos que hace de sus renovadas máquinas y soportes que ofrece a la inteligencia y a los afectos colectivos. La articulación pantalla-imagen-e-información es la nueva superficie para tales operaciones. Ella ofrece una suerte de imagen-mundo, verificable en la infinitud de la interactividad, y propone una nueva relación afectiva y operativa: captura las horas de la infancia en tanto horas de relación con la pantalla, y las recupera como saber-hacer del trabajo subordinado; varía los usos de los órganos, de los sentidos y del cerebro de un modo tal que los vuelve disponibles como apéndices controlados de las máquinas; inaugura y regula una nueva relación de dependencia directa entre estados de ánimo y comunicación; y modifica hábitos mentales hasta alterar incluso los usos más básicos del lenguaje oral, escrito y visual (y la relación de estos diversos lenguajes entre sí).
La modulación permanente de los mundos que habitamos por parte de la empresa se parece a un guante que se adapta a cada uno de nuestros afectos. Y lo hace a cada instante, por medio de una hiperconectividad que oscila entre la excitación ansiosa y el aburrimiento depresivo. La gestión infantilizante de las pasiones capta bien este punto, en el que la realidad misma adopta este vaivén entre las operaciones creadoras de mundo y el riesgo del fracaso aterrorizador. Esta oscilación preserva siempre como fondo un temor generalizado.
La infantilización se desarrolla también como producción infinita de artefactos que llenan toda posible interrupción de la máquina, toda recaída en el vacío o el aburrimiento: consumo de imágenes, objetos interactivos y productos farmacéuticos (antidepresivos y ansiolíticos).
La fragilidad vuelta carencia debe ser entretenida vía adicción constante.
Puerilidad
Infantilización no es infancia. La infantilización es el sometimiento, la puerilidad: los rasgos más opresivos y exteriores, más banales de la infancia: los caracteres más difundidos de una adultez infatilizada. La infancia es la relación abierta con el mundo: con la regla y con la praxis. En ella, como dice Paolo Virno, está siempre presente la regla, pero también está el juego, que elude la relación directa, lineal e incuestionable en la que la regla mide el mundo, y hay que obedecer(la). El juego es el opuesto al Estado: mide la regla con la praxis. Así, La regla expone abiertamente su modificabilidad. Como en el estado de excepción (condición actual, posestatal), cualquier regla deviene hecho de la praxis, y cualquier hecho de la praxis deviene nueva regla. Este juego auténtico de la vida con lo abierto del mundo, esencia de la infancia, de una infancia que vive dentro de todas las edades, de una madurez actual de los tiempos, es la que se censura y queda completamente excluida con la infantilización. En tanto infantilizados, quedamos en una posición de obediencia a la regla. Podemos transgredirla, y hasta hacerla caer, pero nos cuesta volver al juego que produce reglas propias, al servicio de una nueva producción, liberada.
Oponer al espectáculo de la exposición general de la adultez infatilizada una madurez de la infancia.
Sólo una idea
Una idea, decíamos. Ella surge de la vida y la lucha en los call centers. Tal vez valga la pena proponerla así: recuperar la infancia contra la pueril infantilización del capital.

http://www.situaciones.org/