domingo, 24 de mayo de 2009

halopidol



Ver a alguien que querés reducido en una cama, a merced de mercaderes del sufrimiento psi. Tengo a mi Foucault, tengo mi propia terapia para armarme frente a los ejercicios abusivos del sistema. Otrxs, esta misma noche, están atadxs a sus camas en la espera de que los efectos de una medicación mal administrada remitan y no dejen, cual marea mala, daños permanentes.

Foucault decía:

Tenemos por lo tanto este sistema de poder que funciona dentro del asilo y tuerce el sistema reglamentario general, sistema de poder asegurado por una multiplicidad, una dispersión, un sistema de diferencias y jerarquías, pero más precisamente aún por lo que podríamos llamar una disposición táctica en la cual los distintos individuos ocupan un sitio determinado y cumplen una serie de funciones específicas. Como ven, se trata de un funcionamiento táctico del poder o, mejor, esa disposición táctica permite el ejercicio del poder.

Y si retomamos lo que el mismo Pinel decía sobre la posibilidad de obtener una observación en el asilo, veremos que esa observación, garantía de la objetividad y la verdad del discurso psiquiátrico, sólo es posible en virtud de una distribución táctica relativamente compleja; digo “relativamente compleja” porque lo que acabo de señalar es aún muy esquemático. Pero, de hecho, si hay en efecto ese despliegue táctico y deben tomarse tantas precauciones para llegar, después de todo, a algo tan simple como la observación, se debe muy probablemente a que en ese campo reglamentario del asilo hay algo que es un peligro, una fuerza. Para que el poder se despliegue con tanta astucia o, mejor dicho, para que el universo reglamentario sea recorrido por esa especie de relevos de poder que lo falsean y distorsionan, pues bien, puede decirse con mucha verosimilitud que en el corazón mismo de ese espacio hay un poder amenazante que es preciso dominar o vencer.

En otras palabras, si llegamos a una disposición táctica semejante, es sin duda porque el problema, antes de ser o, más bien, para poder ser el problema del conocimiento, de la verdad de la enfermedad y de su curación, debe ser un problema de victoria. En este asilo se organiza entonces, efectivamente, un campo de batalla.
Y bien, a quien debe dominarse es, por supuesto, al loco. Hace un momento cité la curiosa definición del loco dada por Fodéré, para quien éste es quien se cree “por encima de los otros”.(11) De hecho, así aparece efectivamente el loco dentro del discurso y la práctica psiquiátricos de principios del siglo XIX, y así encontramos ese gran punto de inflexión, ese gran clivaje del que ya hemos hablado, la desaparición del criterio del error para la definición, para la atribución de la locura.

Hasta fines del siglo XVIII, en términos generales –y esto incluso en los informes policiales, las lettres de cachet, los interrogatorios, etc.,que pudieron [llevarse a cabo con]* individuos en hospicios como Bicêtre o Charenton–, decir que alguien era loco, atribuirle locura, siempre era decir que se engañaba, en qué sentido, sobre qué punto, de qué manera, hasta qué límite se engañaba; en el fondo, lo que caracterizaba a la locura era el sistema de creencia. Ahora bien, a principios del siglo XIX vemos aparecer de manera muy repentina un criterio de reconocimiento y atribución de la locura que es absolutamente distinto; iba a decir que se trata de la voluntad, pero no es exacto; en realidad, lo que caracteriza al loco, el elemento por el cual se le atribuye la locura a partir de comienzos del siglo XIX, digamos que es la insurrección de la fuerza, el hecho de que en él se desencadena cierta fuerza, no dominada y quizás indominable, y que adopta cuatro grandes formas según el ámbito donde se aplica y el campo en el que hace estragos.

Tenemos la fuerza pura del individuo a quien, de acuerdo con la caracterización tradicional, se denomina “furioso”. Tenemos la fuerza en cuanto se aplica a los instintos y las pasiones, la fuerza de esos instintos desatados, la fuerza de esas pasiones sin límite; y esto caracterizará justamente una locura que no es una locura de error, una locura que no implica ilusión alguna de los sentidos, ninguna falsa creencia, ninguna alucinación, y se la llama manía sin delirio.

En tercer lugar tenemos una suerte de locura que se adosa a las ideas mismas, que las trastorna, las vuelve incoherentes, las hace chocar unas contra otras, y a esto se denomina manía.

Por último tenemos la fuerza de la locura cuando se ejerce, ya no en el dominio general de las ideas así sacudidas y entrechocadas, sino en una idea específica que, finalmente, encuentra un refuerzo indefinido y va a inscribirse obstinadamente en el comportamiento, el discurso, el espíritu del enfermo; es lo que recibe el nombre de melancolía o de monomanía.

Y la primera gran distribución de esa práctica asilar a principios del siglo XIX retranscribe con mucha exactitud lo que pasa en el interior mismo del asilo, es decir, el hecho de que ya no se trata en absoluto de reconocer el error del loco sino de situar con toda precisión el punto en que la fuerza desatada de la locura lanza su insurrección: cuál es el punto, cuál es el ámbito, con respecto a qué va a aparecer y desencadenarse la fuerza para trastornar por completo el comportamiento del individuo.

Por consiguiente, la táctica del asilo en general y, de una manera más particular, la táctica individual que aplicará el médico a tal o cual enfermo en el marco general de ese sistema de poder, se ajustará y deberá ajustarse a la caracterización, la localización, el ámbito de aplicación de esa explosión de la fuerza y su desencadenamiento. De modo que, si ése es en efecto el objetivo de la táctica asilar, si ése es el adversario de esta táctica, la gran fuerza desatada de la locura, pues bien, ¿en qué puede consistir la curación, como no sea en el sometimiento de dicha fuerza? Y así encontramos en Pinel esa definición muy simple pero fundamental, creo, de la terapéutica psiquiátrica, definición que no constataremos antes de esa época a pesar del carácter rústico y bárbaro que puede presentar. La terapéutica de la locura es “el arte de subyugar y domesticar, por así decirlo, al alienado, poniéndolo bajo la estricta dependencia de un hombre que, por sus cualidades físicas y morales, tenga la capacidad de ejercer sobre él un influjo irresistible y modificar el encadenamiento vicioso de sus ideas”.(12) En esta definición de la operación terapéutica propuesta por Pinel, tengo la impresión de que se vuelve a cruzar en diagonal todo lo que les he dicho. Ante todo, el principio de la estricta dependencia del enfermo con respecto a cierto poder; ese poder sólo puede encarnarse en un hombre y únicamente en un hombre, quien lo ejerce no tanto a partir y en función de un saber como en función de cualidades físicas y morales que le permiten desplegar un influjo sin límites, un influjo irresistible. Sobre la base de esto resulta posible el cambio del encadenamiento vicioso de las ideas, esa ortopedia moral, por darle algún nombre, a partir de la cual la curación es factible. Por eso, en definitiva, en esta protopráctica psiquiátrica encontramos escenas y una batalla como acto terapéutico fundamental.
Michel Foucault: El poder psiquiátrico. Curso en el Collège de France (1973-1974)

Clase del 7 de noviembre de 1973

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