Conejas y gallinas: a propósito de la cuestión de la mujer, la historia, la violencia
Por Laura Contrera
Por Laura Contrera
soy la fábrica de carne mis hijos son del estado
La Polla Records: Conejas y gallinas
La Polla Records: Conejas y gallinas
Conejas y Gallinas se llama el tema más logrado de la Polla Records sobre la “cuestión de la mujer”. En un par de estrofas desfilan ante nosotrxs la opresión doméstico/sexual de la llamada ama de casa, las enseñanzas del Buen Dios y el rol siniestro del Estado. Para quienes aún nos las conozcan, les cuento que las letras de la Polla son directas, no se detienen en metáforas ni sutilezas. Evaristo –el cantante de la banda en cuestión- las escupe así, sin más. Tampoco tienen finales felices la mayoría de las veces. Muchas veces no tienen un final directamente. Estas conejas y gallinas de las que habla la canción no saben por qué, pero no pueden elegir. Y no hay mucho más que hacer. No es que creamos que la Polla tenga qué enseñarnos cómo: basta con la buena sacudida que nos proporciona la canción. Pero vendría bien repasar un poco la lección repetida tras siglos de dominaciones y opresiones cruzadas.
Para los socialistas revolucionarios, la opresión de la mujer es una consecuencia de la división de la sociedad en clases, agravado por el modo de producción capitalista. En 1847, Marx y Engels escribían que “para el burgués, su mujer no es otra cosa que un instrumento de producción”. Claro que ya Flora Tristán o socialistas “utópicos” como Fourier habían denunciado la hipocresía y la doble moral de los burgueses en temas como el infanticidio, la mujer como mercancía en el matrimonio y en la prostitución y cosas por el estilo. Y el anarquismo -por lo menos un buen sector de él-, contemporáneo a estas preocupaciones decimonónicas, reivindicó el carácter justo y revolucionario del feminismo proletario (para distinguirlo del feminismo burgués, esencialmente sufragista)[1]. La constante propaganda sobre la específica condición de opresión entre las trabajadoras dentro y fuera de las fábricas o talleres, las distintas campañas de difusión en barriadas proletarias y en viviendas de alquiler sobre temas tan diversos como la contracepción, el cuidado de la salud y la educación obreras o nuevos ideales relacionales –el mentadísimo “amor libre”-, por mencionar algunos ejemplos, dan cuenta de una prédica oral y escrita incansable para el ejercicio de una vida en un todo opuesta a la alienación de las clases altas. Y si bien no hubo unanimidad ni en la teoría ni en la práctica, es claro que la fuerte preocupación libertaria por pensar la estructura de la dominación y llevar a cabo formas de existencia contra esa dominación -aún con sus claroscuros y contradicciones-, abrió un espacio para un desarrollo específicamente anarquista de lo que se ha conocido históricamente como feminismo.
Me disculparán este rodeo por la historia: no se trata de exhibir erudición sino de intentar plantear en una dimensión amplia el viejo y nuevo problema de la violencia hacia las mujeres y los sectores construidos como vulnerables por esta sociedad. Lo que me interesa resaltar en especial es que a partir del siglo XIX hubo un pensamiento y una práctica de avanzada en cuestiones de género, ligado a una reflexión radical sobre la libertad y el horizonte de cambio social con especial énfasis en la cuestión de la individualidad. Mientras aún hoy sectores feministas conservadores, progresistas, marxistas (y anarquistas, por qué no reconocerlo) siguen debatiendo y pretendiendo actuar en términos que permanecen imperturbables al pasaje de dos siglos. La lógica es inflexible: hay hombres y hay mujeres, eso es claro. Y hay hombres y hay mujeres que pertenecen a distintas clases. La clase es un agrupamiento intergenérico y el género es interclasista. Una clase oprime a la otra, un sector de las clases (los varones) oprime a otro sector (las mujeres). Eso se llama patriarcado y en matrimonio turbio con los poderes de la Iglesia y el Estado viene produciendo violencias como las que aparecen en la canción de La Polla Records. Fin de la discusión.
Para este razonamiento, la clase es una categoría social abarcadora, mientras que ser mujer o tener determinada pigmentación en la piel no lo es. Y la opresión de las mujeres es un asunto de género, pero las mujeres son oprimidas en tanto mujeres, lo que implica el tipo de cuerpo que se tiene (en palabras del marxista Terry Eagleton). Ser burgués o proletario, claro está, “no es en absoluto un asunto biológico”, dice este autor y aunque no cita a Simone De Beauvoir, resuena El segundo sexo y su clásica aseveración: “la división de los sexos es un dato biológico”. Hay un sustrato biológico (el cuerpo sexuado), fijo y ya dado, sobre el cual se asientan caracteres específicos (el género) de este sistema de doble faz: capitalista y patriarcal. “Ser mujer” es algo fijo y ya establecido. Y si bien lo opresivo se sitúa en el nivel de género (los modos en los cuales este sistema doble organiza y significa este dato natural), la biología continúa siendo puesta fuera de toda discusión. Es el modelo “aditivo” de la identidad: las mujeres compartimos un tipo de cuerpo (natural, biológico,) y diferimos en cuanto a otros términos de opresión (la raza, la edad, por ejemplo). Y por encima o por debajo de esta suma se encuentra la clase, la cual, como lo entienden los feminismos de cuño marxista y afines, constituye el núcleo alrededor del cual se articulan y adquieren su definición concreta estas otras pertenencias.
Con el concepto de “tecnologías de género”, Teresa De Lauretis retomó a Foucault para oponerse a esa idea de una sexualidad femenina natural sobre la que la sociedad patriarcal sobreimponía el género como estructura institucional de opresión de las mujeres, principio que permaneció invariable a pesar de distintas discusiones y embates de la realidad. Evidentemente, no se trata aquí de una simple elección entre una explicación por la clase o por la tecnología de género. Lo que trato de poner en evidencia tiene la forma de un interrogante: ¿qué estrategias políticas son admitidas por cuáles feminismos? ¿Qué prácticas son posibles y cuáles son las cuestiones imposibles de plantearse en este marco de reflexión y acción? Y más aún, ¿cuán responsable es este marco de la persistencia de viejas problemáticas aparentemente sin solución? Es evidente que para los nuevos movimientos sociales ligados a la reflexión queer (y post queer), al no haber base natural o biológica desde la cual se haga pensable y se legitime la acción política, se disloca el sujeto de liberación del feminismo, abriendo quizá la discusión sobre el sujeto feminista “puro”, que emergería como contrapartida de la dominación localizada exclusivamente en los varones (el patriarcado), así como hace rato se ha discutido la pureza de una clase único sujeto de la revolución (el proletariado), para hacer hincapié en la capacidad de resistencia de las individualidades y las agrupaciones de individualidades (en una lectura anarquista en clave post-estructuralista).
Todas estas reflexiones -de las que tomo nota apresuradamente- se han venido haciendo desde la década de 1970 por lo menos y nuestro continente no ha permanecido ajeno a ellas. Y más precisamente porque en los países de esta región las opresiones cruzadas de las que somos pasibles varios sectores de la sociedad se cobran tal cantidad de víctimas, resulta ineludible plantear la “vieja” cuestión de la violencia hacia esos sectores vulnerables (pienso no sólo las mujeres, sino también en la infancia, las personas trans, las racializadas, las pobres, etc.) en sus términos actuales. Las conejas y gallinas seguimos presas sin saber por qué, pero quizá tengamos más carcelerxs de los que pensábamos. Algunxs de ellxs pretenden incluso querer liberarnos. Quizá sea hora de plantearnos que la violencia de género o la violencia hacia la infancia es la violencia misma de este sistema de género, de este régimen económico-político que nos ha venido produciendo como varones y mujeres, niñas y niños, homosexuales y heterosexuales, normales y anormales, en esta forja estatal y paraestatal donde se reproducen constantemente los estereotipos políticos de masculinidad y feminidad: una sexualidad masculina dotada de un impulso irrefrenable (e involuntario), que constantemente está en riesgo de pasarse a la criminalidad, y su doble, la corporalidad femenina e infantil (y sus asimilables) como territorio pasivo, blando, penetrable, expuesto en todo tiempo y circunstancia al ejercicio de esa sexualidad masculina, por lo que siempre requiere de un resguardo nunca suficientemente amplio.
Como escribía Monique Wittig en contra de la idea de una suerte de dominación “natural” (de los sexos, en la división del trabajo en la familia, etc.), no existe otra dominación que la social. El problema es como concebimos esa dominación. La visión monolítica del poder que se evidencia en un concepto como el de patriarcado está ligada a una concepción unívoca y fija de la dominación, que jerarquiza las opresiones de modo tal que confisca e invisibiliza sujetos posibles y pasibles de opresiones cruzadas (y de resistencias múltipes). La estructura de dominación sin fisuras hace imposible la postulación de críticas y luchas políticas que existen, de hecho, en el marco de un complejo sistema o dispositivo que si bien opera de modo heterogéneo respecto a las asignaciones femeninas o masculinas, produce esa y otras diferencias, además de la verdad del sexo, los modos normales y patológicos de gestionar placeres, la salud y la pureza étnica, la reproducción de fuerza de trabajo, etc.
Una mirada libertaria no puede contentarse con la repetición de viejos teoremas de la revolución y la liberación que se han probado ineficaces en la historia a la hora de cambiar las cosas para la inmensa mayoría de las mujeres y demás sectores a los que me he referido (¿tengo que hacer referencia a la subsistencia de prácticas “patriarcales” tras intentos revolucionarios estatistas?). Hoy nos faltan discursos y prácticas resistentes que permitan entender y desmontar estados de dominación que operan a nivel micro, al interior mismo de las individualidades y en sus relaciones cotidianas. Porque el género y las violencias que en su nombre se perpetúan no son el efecto de un sistema cerrado de poder, ni se trata, como ha dicho la filósofa Beatriz Preciado, de una idea que actúa sobre la materia pasiva, sino que es la denominación de un conjunto de dispositivos sexo-políticos muy puntuales (del sistema educativo al judicial, de la medicina a los medios de comunicación) que no sólo regulan la sexualidad sino que efectivamente la producen. Y es a ese nivel que debemos situar nuestras barricadas hoy: múltiples, persistentes, móviles (ya que ningún individuo puede ser reducido a su opresión, como decía Wittig) para dar batalla sin tregua a las violencias legítimas e ilegítimas de este sistema, partiendo de este dispositivo sexual donde estamos entrampadxs, para desbordarlo así como las mujeres feministas parten, según Foucault, de “esa sexualidad en la que se trata de colonizarlas, de atravesarlas, para llegar a otras afirmaciones”. A las barricadas, pues.
Para los socialistas revolucionarios, la opresión de la mujer es una consecuencia de la división de la sociedad en clases, agravado por el modo de producción capitalista. En 1847, Marx y Engels escribían que “para el burgués, su mujer no es otra cosa que un instrumento de producción”. Claro que ya Flora Tristán o socialistas “utópicos” como Fourier habían denunciado la hipocresía y la doble moral de los burgueses en temas como el infanticidio, la mujer como mercancía en el matrimonio y en la prostitución y cosas por el estilo. Y el anarquismo -por lo menos un buen sector de él-, contemporáneo a estas preocupaciones decimonónicas, reivindicó el carácter justo y revolucionario del feminismo proletario (para distinguirlo del feminismo burgués, esencialmente sufragista)[1]. La constante propaganda sobre la específica condición de opresión entre las trabajadoras dentro y fuera de las fábricas o talleres, las distintas campañas de difusión en barriadas proletarias y en viviendas de alquiler sobre temas tan diversos como la contracepción, el cuidado de la salud y la educación obreras o nuevos ideales relacionales –el mentadísimo “amor libre”-, por mencionar algunos ejemplos, dan cuenta de una prédica oral y escrita incansable para el ejercicio de una vida en un todo opuesta a la alienación de las clases altas. Y si bien no hubo unanimidad ni en la teoría ni en la práctica, es claro que la fuerte preocupación libertaria por pensar la estructura de la dominación y llevar a cabo formas de existencia contra esa dominación -aún con sus claroscuros y contradicciones-, abrió un espacio para un desarrollo específicamente anarquista de lo que se ha conocido históricamente como feminismo.
Me disculparán este rodeo por la historia: no se trata de exhibir erudición sino de intentar plantear en una dimensión amplia el viejo y nuevo problema de la violencia hacia las mujeres y los sectores construidos como vulnerables por esta sociedad. Lo que me interesa resaltar en especial es que a partir del siglo XIX hubo un pensamiento y una práctica de avanzada en cuestiones de género, ligado a una reflexión radical sobre la libertad y el horizonte de cambio social con especial énfasis en la cuestión de la individualidad. Mientras aún hoy sectores feministas conservadores, progresistas, marxistas (y anarquistas, por qué no reconocerlo) siguen debatiendo y pretendiendo actuar en términos que permanecen imperturbables al pasaje de dos siglos. La lógica es inflexible: hay hombres y hay mujeres, eso es claro. Y hay hombres y hay mujeres que pertenecen a distintas clases. La clase es un agrupamiento intergenérico y el género es interclasista. Una clase oprime a la otra, un sector de las clases (los varones) oprime a otro sector (las mujeres). Eso se llama patriarcado y en matrimonio turbio con los poderes de la Iglesia y el Estado viene produciendo violencias como las que aparecen en la canción de La Polla Records. Fin de la discusión.
Para este razonamiento, la clase es una categoría social abarcadora, mientras que ser mujer o tener determinada pigmentación en la piel no lo es. Y la opresión de las mujeres es un asunto de género, pero las mujeres son oprimidas en tanto mujeres, lo que implica el tipo de cuerpo que se tiene (en palabras del marxista Terry Eagleton). Ser burgués o proletario, claro está, “no es en absoluto un asunto biológico”, dice este autor y aunque no cita a Simone De Beauvoir, resuena El segundo sexo y su clásica aseveración: “la división de los sexos es un dato biológico”. Hay un sustrato biológico (el cuerpo sexuado), fijo y ya dado, sobre el cual se asientan caracteres específicos (el género) de este sistema de doble faz: capitalista y patriarcal. “Ser mujer” es algo fijo y ya establecido. Y si bien lo opresivo se sitúa en el nivel de género (los modos en los cuales este sistema doble organiza y significa este dato natural), la biología continúa siendo puesta fuera de toda discusión. Es el modelo “aditivo” de la identidad: las mujeres compartimos un tipo de cuerpo (natural, biológico,) y diferimos en cuanto a otros términos de opresión (la raza, la edad, por ejemplo). Y por encima o por debajo de esta suma se encuentra la clase, la cual, como lo entienden los feminismos de cuño marxista y afines, constituye el núcleo alrededor del cual se articulan y adquieren su definición concreta estas otras pertenencias.
Con el concepto de “tecnologías de género”, Teresa De Lauretis retomó a Foucault para oponerse a esa idea de una sexualidad femenina natural sobre la que la sociedad patriarcal sobreimponía el género como estructura institucional de opresión de las mujeres, principio que permaneció invariable a pesar de distintas discusiones y embates de la realidad. Evidentemente, no se trata aquí de una simple elección entre una explicación por la clase o por la tecnología de género. Lo que trato de poner en evidencia tiene la forma de un interrogante: ¿qué estrategias políticas son admitidas por cuáles feminismos? ¿Qué prácticas son posibles y cuáles son las cuestiones imposibles de plantearse en este marco de reflexión y acción? Y más aún, ¿cuán responsable es este marco de la persistencia de viejas problemáticas aparentemente sin solución? Es evidente que para los nuevos movimientos sociales ligados a la reflexión queer (y post queer), al no haber base natural o biológica desde la cual se haga pensable y se legitime la acción política, se disloca el sujeto de liberación del feminismo, abriendo quizá la discusión sobre el sujeto feminista “puro”, que emergería como contrapartida de la dominación localizada exclusivamente en los varones (el patriarcado), así como hace rato se ha discutido la pureza de una clase único sujeto de la revolución (el proletariado), para hacer hincapié en la capacidad de resistencia de las individualidades y las agrupaciones de individualidades (en una lectura anarquista en clave post-estructuralista).
Todas estas reflexiones -de las que tomo nota apresuradamente- se han venido haciendo desde la década de 1970 por lo menos y nuestro continente no ha permanecido ajeno a ellas. Y más precisamente porque en los países de esta región las opresiones cruzadas de las que somos pasibles varios sectores de la sociedad se cobran tal cantidad de víctimas, resulta ineludible plantear la “vieja” cuestión de la violencia hacia esos sectores vulnerables (pienso no sólo las mujeres, sino también en la infancia, las personas trans, las racializadas, las pobres, etc.) en sus términos actuales. Las conejas y gallinas seguimos presas sin saber por qué, pero quizá tengamos más carcelerxs de los que pensábamos. Algunxs de ellxs pretenden incluso querer liberarnos. Quizá sea hora de plantearnos que la violencia de género o la violencia hacia la infancia es la violencia misma de este sistema de género, de este régimen económico-político que nos ha venido produciendo como varones y mujeres, niñas y niños, homosexuales y heterosexuales, normales y anormales, en esta forja estatal y paraestatal donde se reproducen constantemente los estereotipos políticos de masculinidad y feminidad: una sexualidad masculina dotada de un impulso irrefrenable (e involuntario), que constantemente está en riesgo de pasarse a la criminalidad, y su doble, la corporalidad femenina e infantil (y sus asimilables) como territorio pasivo, blando, penetrable, expuesto en todo tiempo y circunstancia al ejercicio de esa sexualidad masculina, por lo que siempre requiere de un resguardo nunca suficientemente amplio.
Como escribía Monique Wittig en contra de la idea de una suerte de dominación “natural” (de los sexos, en la división del trabajo en la familia, etc.), no existe otra dominación que la social. El problema es como concebimos esa dominación. La visión monolítica del poder que se evidencia en un concepto como el de patriarcado está ligada a una concepción unívoca y fija de la dominación, que jerarquiza las opresiones de modo tal que confisca e invisibiliza sujetos posibles y pasibles de opresiones cruzadas (y de resistencias múltipes). La estructura de dominación sin fisuras hace imposible la postulación de críticas y luchas políticas que existen, de hecho, en el marco de un complejo sistema o dispositivo que si bien opera de modo heterogéneo respecto a las asignaciones femeninas o masculinas, produce esa y otras diferencias, además de la verdad del sexo, los modos normales y patológicos de gestionar placeres, la salud y la pureza étnica, la reproducción de fuerza de trabajo, etc.
Una mirada libertaria no puede contentarse con la repetición de viejos teoremas de la revolución y la liberación que se han probado ineficaces en la historia a la hora de cambiar las cosas para la inmensa mayoría de las mujeres y demás sectores a los que me he referido (¿tengo que hacer referencia a la subsistencia de prácticas “patriarcales” tras intentos revolucionarios estatistas?). Hoy nos faltan discursos y prácticas resistentes que permitan entender y desmontar estados de dominación que operan a nivel micro, al interior mismo de las individualidades y en sus relaciones cotidianas. Porque el género y las violencias que en su nombre se perpetúan no son el efecto de un sistema cerrado de poder, ni se trata, como ha dicho la filósofa Beatriz Preciado, de una idea que actúa sobre la materia pasiva, sino que es la denominación de un conjunto de dispositivos sexo-políticos muy puntuales (del sistema educativo al judicial, de la medicina a los medios de comunicación) que no sólo regulan la sexualidad sino que efectivamente la producen. Y es a ese nivel que debemos situar nuestras barricadas hoy: múltiples, persistentes, móviles (ya que ningún individuo puede ser reducido a su opresión, como decía Wittig) para dar batalla sin tregua a las violencias legítimas e ilegítimas de este sistema, partiendo de este dispositivo sexual donde estamos entrampadxs, para desbordarlo así como las mujeres feministas parten, según Foucault, de “esa sexualidad en la que se trata de colonizarlas, de atravesarlas, para llegar a otras afirmaciones”. A las barricadas, pues.
[1] Este más que breve recorrido histórico del anarquismo y su cruce con la teoría queer y el feminismo lo pueden leer completo en el artículo que escribí para las Jornadas Al filo de la anarquía que se encuentra publicado acá: http://alfilodelaanarquia.blogspot.com/2009/01/libertad-es-un-lugar-que-queda-lejos-de.html