miércoles, 15 de agosto de 2007

Diez


“ese río que –vos lo sabés bien- nunca llegará a ser mar”*


No, un único hecho no puede explicarlo todo. Pero un único hecho sí puede obturar lo suficiente como para aislarnos limpiamente de nuestros propios y anteriores días. Siempre hacia adelante, sin saber verdaderamente hacia dónde, pero sin mirar atrás. Ni siquiera dolorosa esa mirada hacia la infancia, sino imposible. Siempre hacia adelante, sin nostalgia y sin ira. Tan desarmada, tan impedida. Eso que me amordazaba, lo misteriosamente prohibido.

No una retórica de víctima, ya lo he dicho. Sólo que me he puesto a andar, tras los pasos perdidos. Hacia atrás. El tiempo como un río. Hacia atrás, sin nostalgia y sin ira. Pero todo mío el tiempo, las palabras y los ríos. “Lo que hizo de mí”, lo que de mí yo hice, los ojos que vuelven tras los pasos abriendo camino a poderosos caudales. La infancia y su perfume, sus texturas y colores, sus sonidos viejos.

Dejar el pasado en su lugar. Y en su lugar el presente también. Como un río de plata donde puedan reflejarse la luna y las estrellas. Un río que pasa entre orillas de abundante vegetación, fluye y se lleva todos esos restos, despojos mortales, negras hojas secas. No, no “estaré toda la vida junto a los límites de las palabras”[1]. Porque les crecieron alas, porque ya saben volar y acompañan ligeras lo que río abajo y río arriba se desliza –hacia ningún lugar al que se pueda volver.


[1] Virginia Woolf, Las olas.

* Eterna Inocencia, "Viejas esperanzas"

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